Ante todo, no es verdad que Circe transformase a nuestros compañeros en puercos con un sencillo toque de varita. No vi ninguna varita; ni noté en el vino que ella nos dio a beber el sabor del brebaje mágico del que muchos hablan. La verdad es, en cambio, que la metamorfosis fue mucho más lenta y gradual que lo que habitualmente se cree; y que, en otras palabras, no se volvió puerco sino el que lo quería. Deseo que se tome nota de esta afirmación porque la considero de suma importancia. Pese a tener los medios para hacer de nosotros los animales que quería, Circe se abstuvo de intervenir; y esto, por la excelente razón de que su intervención no era necesaria ni mucho menos. Ella dejó que las voluntades —estaba a punto de decir las vocaciones— se orientasen libremente, dado que no ignoraba que en su tierra la transformación de hombre en puerco era fatal para algunos de nosotros. Habéis de saber que es una propiedad singularísima y portentosa del sitio en que vive Circe que todos aquellos que no son dignos, por algún vicio o debilidad, de seguir siendo hombres, en breve lapso se convierten en puercos. Si esta propiedad es efecto de las artes mágicas de Circe, o si procede de algún otro numen indígena, no lo sé. Pero la frecuente presencia de náufragos en aquella región permite a Circe reaprovisionar constantemente sus dÜatadas porquerizas.
Lo que me parece más notable en la triste suerte de aquellos entre mis compañeros que se convirtieron en puercos es que ninguno de ellos, aunque reiteradamente avisado y puesto en guardia, pareció nunca darse cuenta de la fatalidad que lo dominaba. Más aún: hubo, por así decirlo, una carrera hacia la pocilga; desarrollándose la transformación no entre la repugnancia, la humillación y el miedo de los transformados,
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