Yo soy un escritor de teatro, Battista, no uno más en el oficio
de guionista. Y este guión, por más que sea un guión bueno y
perfecto, para mí no será más que un guión, algo, y permítame
que lo diga francamente, que hago con el único propósito de ganar
dinero... A los veintisiete años, sin embargo, tenemos eso que
acostumbramos llamar ideales, y mi ideal es escribir para el teatro.
¿Por qué no puedo hacerlo? Porque, hoy en día, el mundo está
organizado de tal forma que nadie puede hacer lo que realmente le
gustaría hacer, sino que por el contrario debe hacer lo que los
demás quieren que haga... Porque siempre está el dinero de por
medio, en lo que hacemos, en lo que somos, en lo que queremos ser, en
nuestra profesión, en nuestras aspiraciones más elevadas y hasta en
nuestras relaciones con las personas a las que apreciamos.
Me di cuenta de que me había acalorado y de que, además, mis ojos se habían llenado de lágrimas. Y me avergoncé y maldije a mi corazón y a mi ánimo sentimentales, que me
llevaban a hacerle tamañas confidencias a quien, pocos minutos antes, había intentado, con éxito, seducir a mi mujer. Pero Battista no se alteró por tan poca cosa, y dijo:
—¿Sabe usted, Molteni, que al oírle hablar me parecía verme a mí mismo, cuando tenía su edad?
—¿Ah, sí? —balbuceé desconcertado.
—Sí... Yo era muy pobre —prosiguió Battista, echándose más vino— y también tenía, como usted dice, unos ideales. ¿Qué ideales eran estos? Ahora no sabría decirlo, ni quizá lo supiera entonces, pero los tenía. Acaso no fuera este ideal o aquel otro, en concreto, sino el Ideal con I mayúscula... Luego encontré a un hombre al que le debo mucho; cuando menos, le debo el que me enseñara ciertas cosas que.
Battista hizo una pausa, con una cierta solemnidad morosa, y tuve que recordar, casi a la fuerza, que el hombre al que se refería era sin duda un productor cinematográfico, hoy olvidado, pero famoso en los primeros tiempos del cine italiano y a cuyas órdenes Battista había empezado, en efecto, su afortunada carrera; pero era este un hombre, según mis referencias, admirable únicamente por su capacidad para hacer dinero.
—... Yo le hice a este hombre —continuó Battista— más o menos la misma confesión que me acaba usted de hacer a mí. ¿Y sabe lo que me contestó? Mientras no sabemos con absoluta precisión lo que queremos, es mejor dejar el ideal a un lado y olvidarlo... Pero, apenas hayamos afianzado bien los pies en el suelo, hay que recordarlo y convertir todo lo que consigamos en ese ideal... El primer billete de a mil ganado: he aquí el ideal. Más adelante, me dijo aquel hombre, el ideal se desarrolla, se transforma en empresas artísticas, en teatros, en películas, ya hechas o por hacer, y es, en fin, nuestro trabajo de cada día... Esto es lo que me dijo, y yo seguí sus consejos y me ha ido la mar de bien... Usted, en cambio, tiene la suerte de saber ya cuál es su ideal: escribir dramas... Pues bien, los escribirá usted.
Me di cuenta de que me había acalorado y de que, además, mis ojos se habían llenado de lágrimas. Y me avergoncé y maldije a mi corazón y a mi ánimo sentimentales, que me
llevaban a hacerle tamañas confidencias a quien, pocos minutos antes, había intentado, con éxito, seducir a mi mujer. Pero Battista no se alteró por tan poca cosa, y dijo:
—¿Sabe usted, Molteni, que al oírle hablar me parecía verme a mí mismo, cuando tenía su edad?
—¿Ah, sí? —balbuceé desconcertado.
—Sí... Yo era muy pobre —prosiguió Battista, echándose más vino— y también tenía, como usted dice, unos ideales. ¿Qué ideales eran estos? Ahora no sabría decirlo, ni quizá lo supiera entonces, pero los tenía. Acaso no fuera este ideal o aquel otro, en concreto, sino el Ideal con I mayúscula... Luego encontré a un hombre al que le debo mucho; cuando menos, le debo el que me enseñara ciertas cosas que.
Battista hizo una pausa, con una cierta solemnidad morosa, y tuve que recordar, casi a la fuerza, que el hombre al que se refería era sin duda un productor cinematográfico, hoy olvidado, pero famoso en los primeros tiempos del cine italiano y a cuyas órdenes Battista había empezado, en efecto, su afortunada carrera; pero era este un hombre, según mis referencias, admirable únicamente por su capacidad para hacer dinero.
—... Yo le hice a este hombre —continuó Battista— más o menos la misma confesión que me acaba usted de hacer a mí. ¿Y sabe lo que me contestó? Mientras no sabemos con absoluta precisión lo que queremos, es mejor dejar el ideal a un lado y olvidarlo... Pero, apenas hayamos afianzado bien los pies en el suelo, hay que recordarlo y convertir todo lo que consigamos en ese ideal... El primer billete de a mil ganado: he aquí el ideal. Más adelante, me dijo aquel hombre, el ideal se desarrolla, se transforma en empresas artísticas, en teatros, en películas, ya hechas o por hacer, y es, en fin, nuestro trabajo de cada día... Esto es lo que me dijo, y yo seguí sus consejos y me ha ido la mar de bien... Usted, en cambio, tiene la suerte de saber ya cuál es su ideal: escribir dramas... Pues bien, los escribirá usted.