Un día que mi mujer andaba de mal humor le dijo la verdad a aquella
buena señora que nos traía la ayuda de la Sociedad Asistencial de Roma y
que no dejaba de preguntarnos por qué traíamos tantos hijos al mundo:
“Si tuviéramos dinero, en la noche iríamos al cine… Pero como no lo
tenemos, nos vamos a la cama y así nacen los hijos”. La señora se sintió
ofendida al oír tales palabras y se fue sin decir nada. Yo regañé a mi
mujer porque no es bueno decir siempre la verdad, y antes de decirla uno
debe saber con quién trata. Cuando era joven, antes de casarme, a veces
me entretenía leyendo la nota roja del periódico de Roma, en la que
cuentan todas las desgracias que le pueden suceder a la gente, como
robos, asesinatos, suicidios, accidentes callejeros. Y de entre todas
estas desgracias, la única que me parecía imposible que pudiera pasarme,
era la de convertirme en lo que el periódico llamaba “un caso piadoso”,
es decir una persona tan desgraciada que inspira compasión sin que le
haya ocurrido ninguna desgracia en especial, sino así nomás, por el solo
hecho de existir. Era joven, como ya he dicho, y aún no sabía lo que
significa mantener a una familia numerosa. Pero ahora, con asombro, veo
que poco a poco me he convertido en un verdadero “caso piadoso”. Leía,
por ejemplo: viven en la más negra de las miserias. Bien, yo vivo ahora
en la más negra de las miserias. O bien: viven en casas que de casa sólo
tienen el nombre. Bien, yo vivo en Tormarancio, con mi mujer y seis
hijos en un solo cuarto y, cuando llueve, el agua va y viene por todas
partes . En otra ocasión: mi esposa, infeliz, cuando supo que estaba
embarazada, tomó una decisión criminal: deshacerse del fruto de su amor.
Pues bien, de común acuerdo tomamos esta decisión, mi mujer y yo, al
descubrir que estaba embarazada por séptima vez. En fin, decidimos
abandonar a la criatura en una iglesia, tan pronto como lo permitiera el
clima, confiándola a la caridad del primero que la encontrara. Mi mujer
gracias a la intercesión de esas buenas señoras, se fue a parir en el
hospital y, luego, apenas se sintió mejorada, regresó a Tormarancio con
el nene. Al entrar al cuarto, me dijo: “¿Me creerías que, a pesar de que
un hospital es un hospital, me hubiera gustado quedarme ahí con tal de
no regresar nunca?”Era un nene hermoso y robusto, con un galillo muy
fuerte; así que por la noche, cuando se despertaba y comenzaba a llorar,
ya no dejaba dormir a nadie. Cuando llegó el mes de mayo y el aire se
puso bastante tibio como para andar en la calle sin abrigo, salimos de
Tormarancio y nos fuimos a Roma. Mi mujer cargaba al nene apretándolo
contra su pecho, envuelto en un montón de trapos, como si fuera a
dejarlo en un campo cubierto de nieve. Al entrar a la ciudad, tal vez
para demostrar que no le dolía, empezó a hablar sin darse punto de
reposo, alterada, jadeante, con los cabellos al aire y los ojos
desorbitados. A veces hablaba de todas las iglesias donde podíamos
dejarlo, haciendo hincapié en que debía ser una iglesia frecuentada por
gente rica, porque si lo recogía alguien tan pobre como nosotros, más
valía quedarnos con él; en otras me decía que era preferible una iglesia
dedicada a la Virgen, porque la Virgen también había tenido un hijo, y
podía entender ciertas cosas y le concedería su deseo. Su modo de hablar
me cansaba y me ponía histérico, pues yo también estaba mortificado y
me inquietaba lo que estaba haciendo, pero me repetía que era necesario
no perder la cabeza, mostrarme sereno y animarla. Hice alguna objeción,
al menos para interrumpir aquel río de palabras, y luego propuse: “Una
idea… ¿Qué tal si lo dejamos en la Basílica de San Pedro?” Ella se quedó
pensando un instante, luego repuso: “No, ésa es más bien una plaza de
armas… ni siquiera lo verían… Prefiero hacer la prueba en una iglesia
chiquita que está en la calle Condotti, donde están todas esas tiendas
elegantes… Allí va mucha gente rica. Ése es el lugar”.Tomamos el autobús
y, viéndose entre tanta gente, por fin se calló. De vez en cuando
envolvía al nene de nuevo, apretado entre su cobijita, o le descubría el
rostro, con precaución, para mirarlo. El nene dormía, con su carita
blanca y chapeteada, hundida entre los trapos. Estaba mal vestido, como
nosotros. Lo único bueno que llevaba eran sus guantitos de lana azul, y
tenía las manitas , fuera, bien abiertas, como si los presumiera. Nos
bajamos en la plazoleta Goldoni, y de inmediato mi mujer reinició con su
parloteo. Se detuvo frente al escaparate de un joyero y, mostrándome
las joyas expuestas en repisitas forradas de terciopelo rojo, me dijo:
“Mira cuánta belleza… La gente viene a esta calle a comprar joyas y
puras cosas bonitas… Aquí no vienen los pobres… Entre tienda y tienda
van a rezar un rato a la iglesia… Tienen buena disposición… Ven al nene y
se lo llevan”.Decía esto mirando las joyas, apretando al nene contra su
pecho, con los ojos de par en par, como si hablara para sí misma. Yo no
tuve el valor de contradecirla. Entramos a la iglesia. Era pequeña,
pintada de color amarillo, jaspeado, como si fuera de mármol, con muchas
capillas y el altar mayor. Mi mujer dijo que la recordaba distinta, y
que ahora, viéndola bien, no le gustaba ni tantito. Pero mojó los dedos
en el agua bendita y se santiguó. Después, con el nene en brazos,
comenzó a recorrer lentamente la iglesia, examinándola con una actitud
descontentadiza y desconfiada. De la cúpula, a través de las lumbreras,
caía una luz fría pero clara. Mi mujer iba de capilla en capilla,
mirándolo todo: bancas, altares, cuadros, para ver si era el caso de
dejar ahí al nene. Yo caminaba detrás de ella, a una cierta distancia,
sin perder de vista la entrada. Entró de repente una señorita alta,
vestida de rojo, de cabellos rubios como el oro. Se arrodilló, forzando
la estrechez de su falda, rezó tal vez ni siquiera un minuto, se
persignó y salió sin mirarnos. Mi mujer, que había visto todo, me dijo
de pronto: “No, no me gusta… Aquí viene gente como esa señorita, que
tiene prisa de divertirse y ver tiendas. Vámonos”. Y diciendo esto,
salió de la iglesia. Remontamos un buen trecho por el Corso, siempre
corriendo, mi mujer adelante y yo tras ella. Cerca de la Plaza Venecia
entramos en otra iglesia. Ésta era más grande que la otra, muy oscura,
llena de telas, doraderas y vitrinas abarrotadas de corazones de plata
que brillaban en la oscuridad. Había mucha gente y, a ojo de buen
cubero, consideré que se trataba de gente adinerada; las señoras con
sombrero, los hombres bien vestidos. Un sacerdote manoteaba desde el
púlpito, predicando. Todo mundo estaba de pie, mirando hacia él, y pensé
que eso era bueno porque nadie nos observaría. Le dije a mi mujer, en
voz muy baja: “¿Quieres que lo dejemos aquí?” Me dijo que sí, a señas.
Nos dirigimos hacia una de las capillas laterales, muy oscura; no había
nadie y casi no se veía. Mi mujer cubrió el rostro del nene con una
punta de la cobija que lo abrigaba y luego lo dejó sobre una silla, tal y
como se deja un bulto estorboso, para sentirse más libre. Luego se
arrodilló y estuvo rezando un largo rato, con la cara entre las manos,
mientras yo, sin saber qué hacer, miraba los cientos y cientos de
corazones de plata de todos los tamaños, que tapizaban las paredes de la
capilla. Finalmente mi mujer se puso de pie, cariacontecida; se
persignó y, paso a paso, se alejó de la capilla, y yo tras ella, a
cierta distancia. En ese momento, el predicador gritaba: “Y Jesús dijo:
¡Pedro!, ¿adónde vas?” Lo percibí de inmediato, porque me pareció que me
lo preguntaba a mí. Pero cuando mi mujer se disponía a apartar la
cortina para salir, una voz nos hizo brincar a los dos: “Señora, dejó un
paquete en la silla”. Era una mujer vestida de negro, una de esas
beatas que se pasan todo el santo día entre la iglesia y la sacristía.
“Es cierto”, dijo mi mujer, “gracias… Se me olvidaba”. En fin, recogimos
el bulto y salimos de la iglesia más muertos que vivos. Ya fuera de la
iglesia, mi mujer dijo: “Nadie quiere a mi pobre hijo”, más o menos como
un vendedor que piensa vender pronto la mercancía y luego ve que en
todo el mercado no hay nadie que se interese por ella. Mientras tanto,
ella había empezado a correr de nuevo, con su modo enajenado, casi sin
tocar el suelo con los pies. Fuimos a dar a la Plaza de los Santos
Apóstoles. La iglesia estaba abierta y, tan pronto como entramos, al
verla tan grande, tan espaciosa y oscura, mi mujer me susurró al oído:
“Esto es lo que necesitamos”. Caminó decididamente hacia una capilla
lateral, dejó al nene sobre una banca y, como sí el pavimento le quemara
los pies, sin persignarse, sin rezar, sin siquiera darle un beso en la
frente, se alejó de prisa hacia el portón de la iglesia. Pero sólo había
dado unos cuantos pasos cuando la iglesia retumbó con un llanto
desesperado: era la hora de mamar, y el nene, puntual, lloraba porque
tenía hambre. Quizás mi mujer perdió la cabeza al oír un llanto tan
fuerte. Primero corrió hacia la puerta, luego volvió sobre sus pasos,
siempre corriendo, y, sin ponerse a pensar dónde estaba, se sentó en una
banca, tomó al nene en brazos y se desabrochó para darle el pecho. Pero
no acababa de sacarse completamente el pecho —que el niño, como un
verdadero lobo, agarró a dos manos, callándose al instante—, cuando una
voz grosera comenzó a gritar: “Esas cosas no se hacen en la casa de
Dios. ¡Fuera, fuera! ¡A la calle!”Era el sacristán; un viejito con
barbita blanca, y con una voz más grande que él. Mi mujer le dijo,
levantándose y cubriendo lo mejor que pudo la cabeza del nene y el
pecho: “La Virgen, sin embargo, en los cuadros siempre tiene a un niño
en brazos”. El sacristán le respondió: “Y tú quisieras ser como la
Virgen. ¡Presuntuosa!” Basta. Salimos de la iglesia y fuimos a sentarnos
en el jardín de la Plaza Venecia; allí mi mujer le dio el pecho al nene
hasta que éste se hartó y se durmió de nuevo. Ya era de noche. Estaban
cerrando las iglesias y estábamos muy cansados, como idiotas, sin que se
nos ocurriera nada. Me desesperaba el hecho de tener que pensar en algo
que no tenía ganas de hacer, y le dije: “Mira, ya es tarde y no aguanto
más. Tenemos que decidirnos”. Ella me contestó, con amargura: “Pero es
tu sangre… ¿Quieres abandonarlo en cualquier esquina así nomás, como si
fuera el cucurucho de tripas para los gatos?” Le dije: “¡Claro que no!
Pero ciertas cosas se hacen pronto, sin pensarlo mucho, o nunca se
hacen”. Y ella: “Lo que pasa es que tienes miedo de que me arrepienta y
me lo lleve otra vez a casa… ¡Ustedes los hombres son unos cobardes!”
Comprendí que no debía contradecirla en esos momentos y le contesté con
moderación: “Te comprendo, no te apures… Pero date cuenta de que por muy
mal que le vaya, siempre le irá mejor que si crece en Tormarancio, en
un cuarto sin excusado ni cocina, entre las cucarachas en invierno y las
moscas en verano”. Esta vez, ella no dijo nada. Sin saber adónde ir,
tomamos por la calle Nazionale, recorriéndola hasta la Torre de Nerón.
Poco más adelante, vi una callecita que subía, totalmente desierta, con
un coche gris, cerrado, parado frente a un portón. Tuve una idea: fui
hacia el coche, moví una de las manijas y la portezuela se abrió. Le
dije a mi mujer: “¡Pronto, éste es el momento…! Déjalo en el asiento
trasero”. Obedeciendo, ella dejó al nene bien acomodado en los asientos
posteriores, y luego cerré la portezuela. Hicimos todo esto en un
instante, sin que nadie nos viera. Luego la tomé del brazo y nos
alejamos corriendo hacia la Plaza del Quirinal. La plaza estaba desierta
y casi a oscuras, con pocos faroles encendidos bajo los palacios y
todas las luces de Roma brillando en la noche, tras los parapetos. Mi
mujer se acercó a la fuente bajo el obelisco, se sentó en una banca y de
pronto empezó a llorar, agachada, dándome la espalda. Le dije: “¿Y
ahora qué te pasa?” Y ella: “Ahora que lo he abandonado, siento que me
falta… Que me falta algo aquí, en el pecho, donde se me colgaba… ”Le
dije, por no dejar: “Bueno, es natural. Pero ya se te pasará”. Se alzó
de hombros y siguió llorando. Luego, de repente, se le secó el llanto
como se seca la lluvia en la calle cuando sopla el viento. Se levantó,
furiosa, y dijo, señalando uno de los palacios: “¡Ahora mismo entro ahí y
hago que me reciba el rey y le cuento todo!” “¡Detente!”, le grité,
jalándola de un brazo, “estás loca. ¿Qué no sabes que ya no hay rey?” Y
ella: “¿Y eso a mí qué me importa? ¡Voy a hablar con el que se quedó en
su lugar! Alguien ha de estar”. En fin, ella corría ya hacia el portón, y
no quiero ni imaginar el escándalo que habría armado si yo no le
hubiera dicho de pronto, desesperado: “¡Óyeme…! Cambié de idea…
Regresemos al coche nos llevamos al nene… Quiero decir que nos quedamos
con él… Al fin y al cabo, da lo mismo uno más que uno menos…” Esta idea,
que era la principal, suplantó inmediatamente a la de hablar con el
rey. “¿Crees que esté ahí todavía?”, dijo, mientras se encaminaba
rápidamente hacia la callecita donde estaba el coche gris. “Claro que
sí”, le contesté. “No han pasado ni cinco minutos”.En efecto, el coche
aún estaba ahí; pero en el preciso momento en que mi mujer se disponía a
abrir la portezuela, un hombre maduro, chaparro, con pinta de
autoritario, salió del portón, gritando: “ ¡Quieta, quieta! ¿Qué busca
en mi coche?” “¡Busco algo que es mío!”, respondió mi mujer sin voltear a
verlo y agachándose para recoger el bulto con el nene que estaba en el
asiento, pero el otro insistía: “¿Pero qué es lo que se lleva? ¡Este
coche es mío, mío! ¡No entiende?”. Hubieran visto a mi mujer.
Irguiéndose, lo embistió de esta manera: “¡Pero quién te quita nada! No
tengas miedo, nadie te quita nada. ¡Mira cómo escupo tu coche!” Y, dicho
y hecho, le escupió la portezuela. “Pero ese bulto… ”, siguió diciendo
el hombre, asombradísimo. Y ella: “No es un bulto… Es mi hijo…
¡Mira!”.Le destapó la cara al nene, mostrándoselo, y agregó: “Tú, ni
naciendo otra vez, podrás tener con tu mujer un nene tan bonito como
éste… ¡Y no te atrevas a ponerme las manos encima, porque grito y llamo a
los policías y les digo que querías robarme a mi hijo!”. En fin, le
dijo tantas cosas, que al pobre hombre, con la cara roja y la boca
abierta, por poco y le da un ataque. Finalmente, sin prisa alguna, se
alejó del coche y me alcanzó en la esquina de la calle.
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