Caro Moravia...
Exposition de photographies de Elisabetta Catalano
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Caro Moravia...Cycle Alberto Moravia
EXPOSITION
Caro Moravia…
Photographies de Elisabetta Catalano
Pendant de longues années, Elisabetta Catalano a entretenu des liens d'amitié avec Alberto Moravia. Elle l'a photographié plusieurs fois dans son propre atelier, dans sa maison de Rome et dans ses lieux de villégiature. Elle a réalisé également des portraits de Dacia Maraini et de Carmen Llera, qui furent ses compagnes, ainsi que des photos de quelques uns de ses amis les plus intimes, parmi lesquels des écrivains et des réalisateurs tels que Bernardo Bertolucci, Pier Paolo Pasolini, Enzo Siciliano. À l'occasion du centième anniversaire de la naissance de l'écrivain, l'Istituto Italiano di Cultura de Paris a demandé à Elisabetta Catalano de réunir tous les portraits qu'elle a consacrés à Moravia et à ses proches, pour rendre hommage à la mémoire d'une des figures marquantes de la littérature italienne du XXe siècle.
Elisabetta Catalano a commencé son activité de photographe en collaborant avec les magazines Il Mondo, L'Espresso et Vogue Italie. Elle a aussi travaillé à New York pour Vogue Amérique et à Paris pour Vogue France. Ses photos paraissent régulièrement dans toute la presse italienne. Dans les années 70, elle a notamment collaboré avec des artistes conceptuels tels que Pistoletto, Pisani, Mauri, Chia, Tacchi, De Dominicis à la réalisation de leurs ouvrages comportant des photos.
Cuentos romanos : las bromas del calor ( fragmento )
Al llegar el verano, quizás porque aún soy joven y no me he adaptado aún al hecho de ser marido y padre de familia, me entran siempre ganas de escapar. En verano, en las casas de los ricos, se cierran las ventanas por la mañana, y el aire fresco de la noche permanece en las habitaciones amplias y oscuras, donde, en la penumbra, brillan espejos, suelos de mármol, muebles brillantes de cera. Todo está en su sitio, todo es limpio, ordenado, nítido; hasta el silencio es un silencio fresco, sedante, oscuro. Y luego, si tienes sed, te traen una buena bebida helada en una bandeja, una naranjada, una limonada, dentro de un vaso de cristal donde los cubitos de hielo, al removerlos, hacen un ruido alegre que por sí solo te refresca. Pero en las casas de los pobres las cosas son muy distintas. Con el primer día de calor el bochorno entra en tus cuartitos sin ventilación y ya no se vuelve a ir. Quieres beber y del grifo, en la cocina, sale un agua caliente que parece caldo. En casa no te puedes mover: parece como si todo, muebles, vestidos, utensilios, se hubiera hinchado y se te cayera encima. Todos están en mangas de camisa, pero las camisas están sudadas y apestan. Si cierras las ventanas, te ahogas, porque el aire de la noche no ha conseguido entrar en esas dos o tres habitaciones donde duermen seis personas; si las abres, el sol te inunda y te parece estar en la calle, y todo sabe a metal hirviente, a sudor y a polvo. Con el calor, incluso los caracteres se calientan, quiero decir que se vuelven pendencieros; pero el rico, si le da por ahí, coge y se va al fondo del piso, tres habitaciones más allá; los pobres, en cambio, se quedan ante los platos grasientos y los vasos sucios, cara a cara; o bien tienen que irse de casa.
Uno de esos días, tras haber tenido una buena bronca con toda mi familia, o sea con mi mujer porque la sopa estaba salada e hirviendo, con mi cuñado porque se ponía de parte de mi mujer y, en mi opinión, no tenía derecho porque está parado y vive a mi costa, con mi cuñada porque me defendía y eso me fastidiaba, porque sabía que lo hacía por coquetería, pues está enamorada de mí, con mi madre porque trataba de calmarme, con mi padre porque protestaba diciendo que quería comer en paz, e incluso con la niña, porque había estallado en llanto, de pronto me levanté, cogí la chaqueta de la silla y dije sencillamente:
—¿Sabéis lo que os digo? Me jorobáis todos. Hasta la vista, en octubre, cuando venga el fresco.
Y salí de casa. Mi mujer, pobrecita, me siguió y, asomándose a la barandilla de la escalera, me gritó que había ensalada de pepinos, que me gusta mucho. Le contesté que se la comiera ella y bajé a la calle.
Vivimos en la vía Ostiense1. La atravesé y, maquinalmente, me fui hasta el puente de hierro, donde está el puerto fluvial de Roma. Eran las dos, la hora más cálida de la jornada, con un cielo de siroco, lívido, que parecía un ojo amoratado por un puñetazo. Cuando llegué al puente, me apoyé en el pretil de hierro claveteado: quemaba. El Tíber, encajonado entre los muelles, al fondo de los murallones oblicuos, parecía, con su color fangoso, una cloaca al aire libre. Él gasómetro, que parece un esqueleto después de un incendio, los altos hornos de la fábrica del gas, las torres de los silos, las tuberías de los depósitos de petróleo...............
El rorro comentado por Vero - 1ª A
El Rorro era un niño que no era deseado por su familia porque ya eran muchos, y encima eran pobres. Cuando su madre lo tuvo, al cabo de unos días se lo llevó a una iglesia para dejarlo allí porque creía que iba estar mejor con una familia que tuviera dinero. Pero a ella le dio pena y lo volvió a recoger.
Su marido se enfadó con ella porque habían quedado en dejarlo en la iglesia y la mujer no lo cumplió. Se pararon en la siguiente iglesia que vieron y ella dejo al Rorro en un banco, pero de repente el Rorro empezó a llorar, porque le tocaba comer; a ella le dio tanta pena que lo volvió a recoger. Su marido se enojó aún más con ella. Él decidió llevar al niño a un callejón y dejarlo en algún coche. Encontraron un coche con la puerta abierta y lo dejó dentro. Ellos empezaron a caminar sin mirar a atrás porque sino lo volverían a recoger. Al cabo de diez minutos, ellos ya habían andado mucho y los dos se miraron, y decidieron ir a buscarlo otra vez, aun que sabían que lo más seguro es que no estuviera. Cuando llegaron, el Rorro aún estaba allí, ella se apresuraron cogerlo, y de repente salio de un portal el propietario del vehículo. El señor empezó a vocear diciendo que le estaban robando el coche. El señor no dejaba que ellos le explicaran lo que pasaba, la mujer se hartó y se metió de repente en el coche para sacar al Rorro, y que el señor viera que lo que ellos pretendían decirle es que habían dejado a su hijo abandonado allí y volvieron a recogerlo porque les daba mucha pena. El señor se disculpó, porque se pensaba lo que no era. Ellos aceptaron sus disculpas. Cuando llegaron a casa no volvieron a perder de vista al Rorro.
Su marido se enfadó con ella porque habían quedado en dejarlo en la iglesia y la mujer no lo cumplió. Se pararon en la siguiente iglesia que vieron y ella dejo al Rorro en un banco, pero de repente el Rorro empezó a llorar, porque le tocaba comer; a ella le dio tanta pena que lo volvió a recoger. Su marido se enojó aún más con ella. Él decidió llevar al niño a un callejón y dejarlo en algún coche. Encontraron un coche con la puerta abierta y lo dejó dentro. Ellos empezaron a caminar sin mirar a atrás porque sino lo volverían a recoger. Al cabo de diez minutos, ellos ya habían andado mucho y los dos se miraron, y decidieron ir a buscarlo otra vez, aun que sabían que lo más seguro es que no estuviera. Cuando llegaron, el Rorro aún estaba allí, ella se apresuraron cogerlo, y de repente salio de un portal el propietario del vehículo. El señor empezó a vocear diciendo que le estaban robando el coche. El señor no dejaba que ellos le explicaran lo que pasaba, la mujer se hartó y se metió de repente en el coche para sacar al Rorro, y que el señor viera que lo que ellos pretendían decirle es que habían dejado a su hijo abandonado allí y volvieron a recogerlo porque les daba mucha pena. El señor se disculpó, porque se pensaba lo que no era. Ellos aceptaron sus disculpas. Cuando llegaron a casa no volvieron a perder de vista al Rorro.
El conformista ( fragmento )
Quadri vestía, con la preferencia del jorobado por los colores claros, un traje deportivo de color tórtola. Debajo de la americana llevaba una camisa a cuadros rojos y verdes, de vaquero norteamericano, y una corbata llamativa. Yendo al encuentro de Marcello dijo, con tono cordial y a la vez del todo indiferente:
-Clerici ¿no?... seguro, me acuerdo muy bien de usted... porque además fue el último estudiante que me visitó antes de que abandonara Italia... estoy muy contento de volver a verle, Clerici.
También la voz, pensó Marcello, seguía siendo la misma: suavísima y a la vez casual, afectuosa y a la vez distraída. Mientras, le presentaba su mujer a Quadri, el cual, con galantería tal vez ostentosa, se inclinaba para besar la mano que Giulia le tendía. Cuando se hubieron sentado, Marcello dijo, con embarazo:
-Estoy en París en viaje de novios y se me ha ocurrido venir a verle... era usted mi profesor... pero quizá le he incomodado.
-No, querido hijo -respondió Quadri con su habitual suavidad melosa-, no, al contrario, me ha dado una satisfacción... ha hecho muy bien pensando en mí... quienquiera que venga de Italia es aquí bien recibido por mí -cogió de la mesa una caja de cigarrillos, miró dentro y, viendo que no contenía más que uno, se lo ofreció con un suspiro a Giulia-: Coja, señora... yo no fumo, y mi mujer tampoco, y por eso siempre nos olvidamos de que a los demás les gusta fumar... ¿le agrada París? Supongo que no será la primera vez que viene...
De modo que Quadri, pensó Marcello, quería mantener una conversación convencional. Contestó por Giulia:
-Sí, es la primera vez para los dos.
-En ese caso -dijo Quadri solícitamente-, les envidio... siempre es de envidiar el que llega por primera vez a esta hermosísima ciudad... y por añadidura en viaje de novios, y en esta estación, la mejor de París -suspiró de nuevo y preguntó cortésmente a Giulia-: ¿Y qué impresión le ha causado París, señora?
-¿A mí? -dijo Giulia, mirando no a Quadri sino a su marido-. La verdad, todavía no he tenido tiempo de verla... llegamos ayer.
-Ya verá, señora, es una ciudad muy hermosa, mejor hermosísima -dijo Quadri con acento neutro y como pensando en otra cosa-. Y cuanto más la vives, más conquistado quedas por su belleza... pero, señora, no se fije usted tan sólo en los monumentos, que sin duda son notables, aunque no superiores a los de las ciudades italianas... pasee, haga que su marido la acompañe por las barriadas de París... la vida tiene en esta ciudad una variedad de aspectos verdaderamente sorprendente...
-Por ahora hemos visto poco -dijo Giulia, que no parecía darse cuenta del carácter convencional y casi irónico de las palabras de Quadri. Y luego, volviéndose hacia su marido y extendiendo una mano para tocar la suya acariciadoramente-: Pero pasearemos, ¿no es cierto, Marcello?
-Desde luego -dijo Marcello.
-Deberían -continuó Quadri siempre con el mismo tono-, deberían sobre todo conocer al pueblo francés... es un pueblo simpático... inteligente, libre.
-Clerici ¿no?... seguro, me acuerdo muy bien de usted... porque además fue el último estudiante que me visitó antes de que abandonara Italia... estoy muy contento de volver a verle, Clerici.
También la voz, pensó Marcello, seguía siendo la misma: suavísima y a la vez casual, afectuosa y a la vez distraída. Mientras, le presentaba su mujer a Quadri, el cual, con galantería tal vez ostentosa, se inclinaba para besar la mano que Giulia le tendía. Cuando se hubieron sentado, Marcello dijo, con embarazo:
-Estoy en París en viaje de novios y se me ha ocurrido venir a verle... era usted mi profesor... pero quizá le he incomodado.
-No, querido hijo -respondió Quadri con su habitual suavidad melosa-, no, al contrario, me ha dado una satisfacción... ha hecho muy bien pensando en mí... quienquiera que venga de Italia es aquí bien recibido por mí -cogió de la mesa una caja de cigarrillos, miró dentro y, viendo que no contenía más que uno, se lo ofreció con un suspiro a Giulia-: Coja, señora... yo no fumo, y mi mujer tampoco, y por eso siempre nos olvidamos de que a los demás les gusta fumar... ¿le agrada París? Supongo que no será la primera vez que viene...
De modo que Quadri, pensó Marcello, quería mantener una conversación convencional. Contestó por Giulia:
-Sí, es la primera vez para los dos.
-En ese caso -dijo Quadri solícitamente-, les envidio... siempre es de envidiar el que llega por primera vez a esta hermosísima ciudad... y por añadidura en viaje de novios, y en esta estación, la mejor de París -suspiró de nuevo y preguntó cortésmente a Giulia-: ¿Y qué impresión le ha causado París, señora?
-¿A mí? -dijo Giulia, mirando no a Quadri sino a su marido-. La verdad, todavía no he tenido tiempo de verla... llegamos ayer.
-Ya verá, señora, es una ciudad muy hermosa, mejor hermosísima -dijo Quadri con acento neutro y como pensando en otra cosa-. Y cuanto más la vives, más conquistado quedas por su belleza... pero, señora, no se fije usted tan sólo en los monumentos, que sin duda son notables, aunque no superiores a los de las ciudades italianas... pasee, haga que su marido la acompañe por las barriadas de París... la vida tiene en esta ciudad una variedad de aspectos verdaderamente sorprendente...
-Por ahora hemos visto poco -dijo Giulia, que no parecía darse cuenta del carácter convencional y casi irónico de las palabras de Quadri. Y luego, volviéndose hacia su marido y extendiendo una mano para tocar la suya acariciadoramente-: Pero pasearemos, ¿no es cierto, Marcello?
-Desde luego -dijo Marcello.
-Deberían -continuó Quadri siempre con el mismo tono-, deberían sobre todo conocer al pueblo francés... es un pueblo simpático... inteligente, libre.
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