Su hija Dirce no era mejor que el padre por lo que toca al carácter, también ella era dura, mala, áspera, pero hermosa: una de esas mujeres pequeñas y musculosas, bien formadas, que caminan meneando las caderas y afirmando el pie, como quien dice «Esta tierra es mía». Tenía una cara ancha, con ojos negros y pelo negro, tan pálida como una muerta. Solamente la madre, en aquella casa, quizás era buena: una mujer de unos cuarenta años que aparentaba sesenta, flaca, con una nariz de vieja y colgantes cabellos de vieja; pero quizas sólo era tonta, o al menos uno podía pensarlo al verla de pie ante el fogón, con toda la cara tendida en una sonrisa muda; si se daba la vuelta, se veía que tenía uno o dos dientes, por todo tener. La hostería daba a la carretera y tenía una muestra en forma de arco, de color sangre de buey, con el letrero: «Hostería de los Cazadores; propietario, Antonio Tocchi», en letras amarillas. Luego, por un sendero, se llegaba a las mesas, bajo los árboles, ante el panorama de Roma. La casa era rústica, toda muros y casi sin ventanas, con techo de tejas. El verano era la mejor época, subía gente desde la mañana hasta la medianoche: familias con niños, parejas de enamorados, grupos de hombres, y se sentaban a las mesas y bebían vino y comían la comida de Tocchi mirando el panorama. No teníamos tiempo ni de respirar: los dos hombres sirviendo continuamente, las dos mujeres continuamente cocinando y fregando; por la noche estábamos rendidos y nos íbamos a la cama sin ni siquiera mirarnos. Pero en invierno, o incluso en plena temporada, si llovía, empezaban los líos. El padre y la hija se odiaban, aunque odiar se quede corto, se habrían matado. El padre era autoritario, avaro, estúpido, y por cualquier tontería levantaba la mano; la hija era dura como una piedra, cerrada, siempre quería decir la última palabra, terca. Acaso se odiaban porque eran de la misma sangre, y ya se sabe que no hay como la sangre para odiarse; pero se odiaban también por cuestión de intereses. La hija era ambiciosa; decía que ellos, con aquel panorama de Roma, tenían un capital que explotar, y en cambio lo arrojaban a los perros. Decía que el padre debía construir una pista de cemento para bailar, y alquilar una orquesta y colgar farolillos venecianos, y transformar la casa en un restaurante moderno y llamarlo «Restaurante Panorama». Pero el padre no se fiaba, en parte porque era avaro y enemigo de las novedades, y en parte porque era su hija quien se lo proponía, y él antes se hubiera dejado degollar que permitir que la hija se saliera con la suya. Los choques entre padre e hija se producían siempre en la mesa; ella atacaba, con maldad, ofendiéndolo en algo personal, supongamos que por el hecho de que el padre, al comer, había soltado un eructo; él respondía con palabrotas y blasfemias; la hija insistía, el padre le daba un bofetón. Es preciso decir que debía de sentir placer al abofetearla, porque ponía una cara especial, mordiéndose el labio inferior y guiñando los ojos. Para la hija la bofetada era como el agua fresca
para una flor: reverdecía de odio y de maldad. Entonces el padre la agarraba por el pelo y le sacudía más. Caían platos y vasos y también recibía lo suyo la madre, que se metía en medio, pero como una tonta, con su eterna sonrisa en la boca desdentada; y yo, con el corazón henchido de veneno, salía y me iba a pasear por el camino que llevaba a Camilluccia.
Me hubiera largado hacía tiempo de no haberme enamorado de Dirce. No soy un tipo que se enamore fácilmente, porque soy práctico y no me dejo fascinar por palabras y miradas. Pero cuando una mujer, en vez de palabras u miradas, se da a sí misma, toda entera, en carne y hueso, y por añadidura se entrega por sorpresa, entonces queda preso como en un cepo.
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