Entonces, dije:
—'Bueno, lo ves, son cosas que pueden ocurrir... No digo que Paride tenga razón, pero, en fin, no es del todo imposible.
Se echó a reír y dijo:
—Ojalá que las cosas anduviesen todavía hoy de ese modo.
Total, que no restaba sino esperar, en vista de que el desembarco, por un motivo u otro, había fallado. Pero, como dice el proverbio, quien espera desespera y nosotras, allá en Santa Eufemia, durante todo el mes de enero y luego también el de febrero, no hicimos sino desesperarnos un poco más cada día. Las jornadas, además, eran monótonas porque ya todo se repetía y cada día ocurrían las mismas cosas que habían ocurrido durante los últimos meses. Cada día había que levantarse, partir leña, encender la lumbre en la cabaña, hacer la comida y comer y, luego, vagar por las macere para matar el tiempo hasta la hora de la cena. Cada día, además, venían los aviones a tirar bombas. Cada día se oía desde la mañana hasta la noche y desde la noche hasta la mañana el retumbo regular de aquellos malditos cañones de Anzio que disparaban continuamente y que, por lo visto, nunca daban en el blanco, porque ni ingleses ni alemanes, como sabíamos, se habían movido. Cada día, en suma, era igual al día anterior; pero la esperanza, excitada ya e impaciente, lo hacía más tenso, exasperado, doloroso, aburrido, interminable y extenuante que el anterior. Y aquellas horas que, al principio de nuestra estancia en Santa Eufemia, habían pasado tan de prisa, ahora no acababan nunca de transcurrir y era en verdad un agotamiento, una desesperación indecibles.
Lo que, sin embargo, contribuía más a hacer exasperante la monotonía era aquel hablar continuo, que todos hacían, de cosas de comer. Se hablaba cada vez más porque cada vez había menos; y en las conversaciones, ahora, ya no se traslucía la nostalgia de quien come mal, sino el miedo de quien come poco. Ahora, ya todos hacían solamente una comida al día y se guardaban muy bien de invitar a los amigos. Como decía Filippo:
—Todos amigos entrañables, pero en la mesa, con estos tiempos, cada cual por su lado.
Los que lo pasaban menos mal seguían siendo los que tenían dinero, o sea Rosetta y yo, Filippo y otro refugiado que se llamaba Geremias; pero también nosotros, que éramos, como suele decirse, adinerados, presentíamos que pronto el dinero ya no nos serviría de nada. En efecto, los campesinos, que al principio habían tenido tanta avidez de
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quien interpretó en el cine a la campesina?
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