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El fisgón .Cuentos romanos. A. MORAVIA
Las nueve y media. Salgo del bar donde me he tomado la pasta y el café, bajo la mirada perpleja del camarero que sin duda se pregunta por qué no desayuno en casa; voy hacia nuestro edificio y entro en el patio donde suelo aparcar mi maltrecho utilitario. Antes del accidente, a menudo coincidía con mi padre que entonces salía del otro lado del patio con su gran Mercedes, y no podía por menos de sentir esa sensación de malestar que sufre uno al ver la propia imagen de repente reflejada en un espejo imprevisto y deformante. Él, profesor universitario de física; yo, profesor universitario de literatura francesa. Él, famoso; yo, desconocido. Él, contento de su condición; yo, no. Él, perfectamente integrado y yo prácticamente marginado. Él era para mí un espejo conminatorio en el que yo me miraba con la esperanza de no encontrar parecido alguno y el temor de descubrir en cambio algún rasgo en común. Pero ¿por qué esa esperanza y ese temor? ¿No éramos acaso dos personas completamente distintas? ¿Y por qué además, ahora que el coche de mi padre ya no está estacionado en el patio al lado del mío, sufro casi un sentimiento de vacío y de desequilibrio? ¿Es posible que yo exista sólo en tanto que él existe? De todas formas, el hecho de ejercer la misma profesión siempre me ha inspirado no sé qué sentido del ridículo, como si se tratara de una curiosa coincidencia cuyo significado no acabo de entender. Antes del accidente, sentado a la mesa frente a él a la hora de nuestros almuerzos casi siempre monótonos y silenciosos, se me ocurría imaginar conversaciones de este tipo: "Profesor, yo odio la física". "Profesor, yo odio la literatura francesa". "Profesor, no me gustas nada: eres un burgués, un príncipe de la cátedra, un hombre del establishment". "Y tú, querido profesor, has fracasado en la lucha estudiantil, y eres un don nadie en la enseñanza y en la vida". Pues sí, ¡resulta difícil convivir con el propio padre! Lo que está muy claro es que yo he fracasado en mi trabajo de profesor. Para empezar, no me gusta dar clases aunque enseñe literatura francesa, un tema que conozco a fondo y con el que disfruto. No me gusta enseñar porque me canso -hay profesores que logran no cansarse jamás, pues convierten la clase en una rutina, pero yo no lo he conseguido- y además porque, mientras hablo desde la cátedra, no puedo por menos de pensar que mis alumnos no comprenden nada de lo que voy explicando, y que además no les importa en absoluto comprender. Pero hay otro motivo más insólito por el que no me gusta enseñar: durante la clase a menudo no puedo controlar mi entusiasmo por uno u otro autor de los que estoy hablando. Olvido entonces que estoy delante de los alumnos -las "bestias", como suelo llamarlos para mis adentros cuando estoy de mal humor- y me entretengo en divagaciones e interpretaciones de las que luego, en los momentos de lucidez, me arrepiento y avergüenzo, como si hubiera abierto mi corazón a un público indigno. Pero, ya lo he dicho, no soy un hombre rutinario, así que las horas que paso dando clase son un continuo y molesto vaivén entre el aburrimiento, cuando me limito a la información, y la rabia por haberme abandonado a las divagaciones.
Las gafas.Cuentos romanos. A. MORAVIA
Natale, a primera vista, no parecía muy fuerte: de estatura mediana, corpulento, reventando en sus trajes que siempre parecían quedarle estrechos. Y en cambio era un toro; yo lo había visto levantar él solo, en el taller, un cochecito utilitario. Esta fuerza disimulada era un poco el símbolo de su verdadero carácter, escondido también bajo una apariencia seria y comedida. Era, en resumen, lo que se llama una mosca muerta: por fuera de una manera, y por dentro, de otra. Sólo su madre, si acaso, sabía verdaderamente cómo era: Natale le había abierto los ojos con el asunto de Nápoles, hacía unos años. En aqulla época, que en el Norte estaban todavía en guerra, Natale, que aún no se había destapado y engañaba todavía a su madre con su cara afligida y sus gafas, la convenció a ella y a unas amigas para que le confiaran una suma con la que ir a Nápoles a hacer acopio de medias de señora; en Roma escaseaban, las revenderían a un precio mucho mayor, bastaría para hacerse ricos todos. No sé por qué, se corrió por el edificio la voz de que Natale tenía olfato para los negocios, y todas aquellas pobres mujeres le dieron algo, y su madre le dio todos sus ahorros. Natale marchó a Nápoles en coche, pero no trajo las medias
UN DÍA NEGRO.Cuentos romanos. A. MORAVIA
Y luego dicen. Hay quienes no creen en la iettatura, pero yo tengo pruebas. ¿Qué día era anteayer? Martes, 17. ¿Qué me ocurrió por la mañana, antes de salir? Al buscar el pan, en el aparador, tiré la sal. ¿A quién me encontré en cuanto salí a la calle? A una muchacha jorobada, con un antojo peludo en la cara, a quien no había visto nunca por el barrio, y eso que conozco a todo el mundo. ¿Qué hice al entrar en el garaje? Pasé bajo la escalera de un obrero que estaba reparando el anuncio de neón. ¿Quién fue el primer mecánico que me habló al entrar en el garaje? Fulano, no quiero ni nombrarlo, que todos saben que trae mala suerte, con su cara torcida y sus ojos biliosos. ¿Les parece poco? Pues añado el resto: al ir hacia la parada poco faltó para que aplastara a un gato negro que se me atravesó en la calle, salido de no sé donde, de forma que tuve que frenar en seco, con un chirrido de mil diablos.
En la parada del piazzale Flaminio, a unos pasos de la estación del ferrocarril de Viterbo, no tuve que esperar mucho. Serían las siete cuando llegaron a toda prisa, con unos pasos como si bailasen la tarantela, dos palurdos del campo.
En la parada del piazzale Flaminio, a unos pasos de la estación del ferrocarril de Viterbo, no tuve que esperar mucho. Serían las siete cuando llegaron a toda prisa, con unos pasos como si bailasen la tarantela, dos palurdos del campo.
CARA DE SALCHICHERO.Cuentos romanos. A. MORAVIA
AQUEL invierno todo me salía bien: hice un negocio de chatarra, y gané; luego un segundo negocio de ladrillos, y volví a ganar; luego un tercer negocio de medicamentos, y gané otra vez. Me compré dos trajes, uno azul a rayas y uno de franela gris, dos pares de zapatos, negros y amarillos, un abrigo de fantasía, una docena de camisas de seda con mis iniciales y calcetines a juego. A mi madre le regalé un corte de seda negra y una vajilla de porcelana para seis: una oportunidad china, con un dibujo muy bonito de flores y dragones. A mi hermano no le di nada porque dijo que no quería nada de mí, estaba en paro y la tenía tomada conmigo porque ganaba dinero. A mi hermana le compré uno de esos paraguas pequeñísimos, de acero, que se doblan y quedan del tamaño de un abanico. Luego me compré un coche deportivo, rojo; y esta fue la compra que más satisfacción me dio, porque los coches me gustaban desde que era niño. En fin, no me faltaba de nada, tenía todo el dinero que quería, fumaba cigarrillos americanos, iba al cine todos los días. Pero me aburría y sentía que algo me faltaba, pese a todo, y comprendí muy pronto que lo que me faltaba era una chica . No soy precisamente feo, aunque sea bajito: rubio con una cara blanca y roja, ojos celestes. De niño, mi madre decía que me parecía en todo al Niño Jesús: luego, al crecer, cambié un poco por culpa de que tengo la nariz con las ventanillas muy abiertas y la boca algo torcida; de modo que los amigos, quién sabe por qué, empezaron enseguida a llamarme «el salchichero». Sin embargo, no soy feo, como ya dije; pero como siempre estaba tan atareado con el comercio, había dedicado poco tiempo a las chicas, hasta ahora. Pero ya tenía dinero y también tiempo, de forma que decidí encontrar una chica.
Empecé a buscarla. Por la mañana, hacia el mediodía, salía en coche y corría a los barrios altos. Pasaba y repasaba de arriba abajo por vía Véneto y luego recorría de cabo a rabo Villa Borghese, vía Pinciana, el Muro Torto. Pensaba justamente que esos eran los sitios mejores para asediar a las mujeres, ante todo porque las chicas guapas de Roma van por allí a lucirse y a presumir con sus trajes nuevos, y además porque son sitios amplios, poco frecuentados, donde un coche puede seguir a una mujer y la mujer puede aceptar subir en él sin llamar la atención. Seguía, pues, a una u otra chica, con el coche, a paso de hombre y, en un lugar propicio, abría la portezuela y decía asomándome:
—Señorita, ¿me permite que la acompañe? —o algo por el estilo.
¿Lo creerán ustedes? Nunca aceptó ninguna. Unas seguían su camino como si no me hubieran visto ni oído; otras respondían, Secamente.
—No, gracias, prefiero caminar.
Y otras, más descorteses:
—¡Déjeme en paz o llamo a un guardia!
Una me dijo un día: «Cierra el pico, cataplasma», que significa precisamente un hombre que fastidia a las mujeres en la calle.
Empecé a buscarla. Por la mañana, hacia el mediodía, salía en coche y corría a los barrios altos. Pasaba y repasaba de arriba abajo por vía Véneto y luego recorría de cabo a rabo Villa Borghese, vía Pinciana, el Muro Torto. Pensaba justamente que esos eran los sitios mejores para asediar a las mujeres, ante todo porque las chicas guapas de Roma van por allí a lucirse y a presumir con sus trajes nuevos, y además porque son sitios amplios, poco frecuentados, donde un coche puede seguir a una mujer y la mujer puede aceptar subir en él sin llamar la atención. Seguía, pues, a una u otra chica, con el coche, a paso de hombre y, en un lugar propicio, abría la portezuela y decía asomándome:
—Señorita, ¿me permite que la acompañe? —o algo por el estilo.
¿Lo creerán ustedes? Nunca aceptó ninguna. Unas seguían su camino como si no me hubieran visto ni oído; otras respondían, Secamente.
—No, gracias, prefiero caminar.
Y otras, más descorteses:
—¡Déjeme en paz o llamo a un guardia!
Una me dijo un día: «Cierra el pico, cataplasma», que significa precisamente un hombre que fastidia a las mujeres en la calle.
EL TERROR DE ROMA.Cuentos romanos. A. MORAVIA
TENÍA tantas ganas de un par de zapatos nuevos que a menudo soñaba con ellos, aquel verano, en el sótano del inmueble cuyo portero me alquilaba un catre a cien liras por noche. No es que anduviera precisamente descalzo, pero los zapatos que llevaba me los habían dado los americanos, zapatos bajos y livianos; ya casi no tenían tacón y uno estaba roto por el dedo meñique y el otro se había ensanchado y se me salía del pie, parecía una chancleta. Vendiendo algunas cosas en el mercado negro, llevando paquetes y haciendo recados lograba, bien que mal, quitarme el hambre, pero nunca conseguía ahorrar el dinero necesario para los zapatos, unos miles de liras. Estos zapatos se habían convertido en una obsesión, un punto negro suspendido en el espacio que me seguía a donde quiera que fuese.
Cuando caminaba por las calles no hacía más que mirar a los pies de los transeúntes; o bien me detenía ante los escaparates de las zapaterías, y me quedaba allí, pasmado, contemplando los zapatos, comparando sus precios, formas y colores, y eligiendo mentalmente el par que a mí me vendría bien. En el sótano donde dormía había conocido a un tal Lorusso, otro refugiado como yo, un chico rubio de pelo rizado, fornido, más bajo que yo;
Cuando caminaba por las calles no hacía más que mirar a los pies de los transeúntes; o bien me detenía ante los escaparates de las zapaterías, y me quedaba allí, pasmado, contemplando los zapatos, comparando sus precios, formas y colores, y eligiendo mentalmente el par que a mí me vendría bien. En el sótano donde dormía había conocido a un tal Lorusso, otro refugiado como yo, un chico rubio de pelo rizado, fornido, más bajo que yo;
EL CAMIONERO
SOY flaco, nervioso, de brazos delgados, piernas largas y el vientre tan plano que los pantalones se me escurren; en fin, soy justamente lo contrario de lo que hace falta para ser un buen camionero. Miren a los camioneros; son todos como castillos, con hombros anchos, brazos de cargadores, espalda y vientre fuertes. Porque el camionero se basa sobre todo en los brazos, la espalda y el vientre: los brazos, para mover la rueda del volante, que en los camiones tiene casi el diámetro de un brazo, y que a veces, en las curvas de montaña, hay que darle una vuelta completa; la espalda, para resistir el cansancio de estar sentado horas y horas, siempre en la misma posición, sin quedarse dolorido y rígido, y, por último, el vientre, para estar perfectamente quieto, hundido en el asiento, encajado como un peñasco. Esto en lo que respecta al físico. En cuanto a lo moral, todavía soy menos adecuado. El camionero no debe tener nervios, ni la cabeza a pájaros, ni nostalgias, ni otros sentimientos delicados; la carretera es exasperante, capaz de matar a un buey. Y lo que es en mujeres, el camionero debe pensar poco, igual que el marinero; porque si no, con su continuo ir y venir, se volvería loco. Pero yo estoy lleno de pensamientos y de preocupaciones; soy de temperamento melancólico; y me gustan las mujeres.
Sin embargo, pese a que no era un oficio para mí, quise ser camionero y conseguí que me contratara una empresa de transportes. Me asignaron como compañero a un tal Palombi, que era, puedo decirlo, un verdadero bruto. Exactamente el camionero perfecto; y no es que los camioneros no sean, a menudo, inteligentes, pero él tenía también la suerte de ser estúpido, de manera que formaba un todo con el camión. Aunque ya era un hombre mayor de treinta años, le había quedado algo de chiquillo: una cara redonda de mejillas abultadas, unos ojos pequeños bajo una frente estrecha, una boca cortada como la de una alcancía. Hablaba muy poco, casi nada, y preferiblemente a gruñidos. Sólo se aclaraba un poco su inteligencia cuando se trataba de cosas de comer. Recuerdo una vez que entramos, cansados y hambrientos, en una hostería de Itri, camino de Nápoles. No había más que judías con tocino, y yo apenas si las probé, porque me sientan mal. Palombi devoró dos platos llenos, y luego, repantigándose en la silla, me miró un momento, con solemnidad, como si fuera a decirme algo muy importante. Pronunció, por último, pasándose una mano por la barriga:
—Me comería otros cuatro platos.
Este era el gran pensamiento que había tardado tanto tiempo en expresar.
Con ese compañero, que parecía un tarugo, no les digo lo contento que me puse la primera vez que encontramos a Italia. En aquella época hacíamos la ruta Roma-Nápoles, llevando las cosas más diversas: ladrillos, chatarra, madera, fruta, bobinas de papel de periódico, e incluso, algunas veces, pequeños rebaños de ovejas que se desplazaban de un pasto a otro. Italia nos paró en Terracina, pidiéndonos que la lleváramos a Roma. Nuestras órdenes eran no recoger a nadie, pero, tras haberle echado una ojeada, decidimos que en aquella ocasión la orden no valía. Le hicimos señas de que subiera y trepó ágilmente, diciendo:
—¡Vivan los camioneros, siempre tan amables!
Italia era una muchacha provocativa…………………….
Sin embargo, pese a que no era un oficio para mí, quise ser camionero y conseguí que me contratara una empresa de transportes. Me asignaron como compañero a un tal Palombi, que era, puedo decirlo, un verdadero bruto. Exactamente el camionero perfecto; y no es que los camioneros no sean, a menudo, inteligentes, pero él tenía también la suerte de ser estúpido, de manera que formaba un todo con el camión. Aunque ya era un hombre mayor de treinta años, le había quedado algo de chiquillo: una cara redonda de mejillas abultadas, unos ojos pequeños bajo una frente estrecha, una boca cortada como la de una alcancía. Hablaba muy poco, casi nada, y preferiblemente a gruñidos. Sólo se aclaraba un poco su inteligencia cuando se trataba de cosas de comer. Recuerdo una vez que entramos, cansados y hambrientos, en una hostería de Itri, camino de Nápoles. No había más que judías con tocino, y yo apenas si las probé, porque me sientan mal. Palombi devoró dos platos llenos, y luego, repantigándose en la silla, me miró un momento, con solemnidad, como si fuera a decirme algo muy importante. Pronunció, por último, pasándose una mano por la barriga:
—Me comería otros cuatro platos.
Este era el gran pensamiento que había tardado tanto tiempo en expresar.
Con ese compañero, que parecía un tarugo, no les digo lo contento que me puse la primera vez que encontramos a Italia. En aquella época hacíamos la ruta Roma-Nápoles, llevando las cosas más diversas: ladrillos, chatarra, madera, fruta, bobinas de papel de periódico, e incluso, algunas veces, pequeños rebaños de ovejas que se desplazaban de un pasto a otro. Italia nos paró en Terracina, pidiéndonos que la lleváramos a Roma. Nuestras órdenes eran no recoger a nadie, pero, tras haberle echado una ojeada, decidimos que en aquella ocasión la orden no valía. Le hicimos señas de que subiera y trepó ágilmente, diciendo:
—¡Vivan los camioneros, siempre tan amables!
Italia era una muchacha provocativa…………………….
El desquite de Tarzán. Cuentos romanos. A. MORAVIA
Estábamos en verano, en julio, y pasear por las calles, muy despacio, bajo un sol que quemaba, era realmente penoso. Además, el recorrido era largo y sin paradas: salíamos del cine, detrás de Santa María Maggiore, recorríamos a paso de hombre la vía Cavour, la Plaza de la Estación, vía Volturno, vía Piave, vía Salaria, via Po, vía Véneto, via Bissolati, via Nazionale, via Depretis, y luego, finalmente, otra vez Santa Maria Maggiore. Este recorrido lo hacíamos varias veces, por la mañana y por la tarde, según lo estipulado con la agencia. Además, había dos equipos: uno de hombres, vestidos, como ya dije, de celeste; y uno de mujeres, vestidas casi peor que nosotros, con túnicas blancas cubiertas de lentejuelas plateadas y gregüescos amarillo oro.
Una de esas mañanas salimos, como de costumbre, del cine, con un cielo anubarrado que al principio me hizo esperar que disminuyera el calor de días anteriores. Pero cuando nos pusimos en marcha advertí inmediatamente que el bochorno había aumentado, precisamente a causa de aquellas nubes oscuras que anunciaban tormenta. Sudaba, con mi mono cerrado, mucho más que si hiciera sol; y en medio de aquel aire cargado me parecía como si a cada vuelta del pedal, se me hincharan las manos, los pies y la cara, y como si la sangre quisiera salirse de mi piel. El título de la película de ese día era «El desquite de Tarzán», en tecnicolor. Yo tenía las sílabas «El des»; luego venía Poldino con «qui», y luego, por orden, «te», «de», «Tar», «zán». En los cartelones se veía a Tarzán, vestido de pieles como un salvaje, que luchaba con un enorme mono, y a un lado, asustada, una hermosa muchacha, también medio desnuda. En cuanto nos pusimos cu marcha, muy lentamente, entre aquel aire bochornoso de terremoto, advertí que detrás de mí se había produci¬do el acuerdo de siempre. La agencia de publicidad nos recomendaba sobre todo que no hiciéramos ruido, no fu¬másemos, no hablásemos. En resumen, teníamos que dar la impresión de ser casi máquinas, como las bicicletas: mudos, lentos, apáticos, sin expresión. Así, decían, la publicidad resultaría realmente eficaz, porque la gente no se ocupaba de nosotros y miraba a los cartelones. Ya he dicho que los otros cinco habían llegado a un acuerdo; me explicaré. Tan pronto como estuvimos en la Plaza de la Estación oí que los cinco, a mis espaldas, lanzaban el gri¬to de Tarzán, tal y como se oye en el cine; no tan fuerte, es cierto, pero lo bastante para que los transeúntes lo oyeran. Yo no podía volverme porque tenía que guiarlos y, si me volvía, podía ocurrir que, en un sitio como la Plaza de la Estación, toda la caravana acabase bajo las ruedas de un autobús; pero cuando entramos en la via Volturno, volví la cabeza y dije con fuerza: —¿Qué significa ese barullo?
¿Saben cómo me respondió Poldino? Con un gesto obsceno. No dije nada y proseguí hacia el Ministerio de Hacienda.
Pasamos el Ministerio, entramos en la via Piave; en la Plaza Fiume, el guardia, sobre su torrecilla listada en blanco y negro, paró el tránsito y también nosotros tuvimos que esperar. Aproveché para echar pie a tierra y volverme para ver cómo iban las cosas. Advertí enseguida que iban muy mal: ya sea que estuvieran citados con ellas, ya que las hubieran encontrado por casualidad, Pol¬dino y los otros estaban con dos muchachas, de esas que recorren los restaurantes vendiendo flores, bajas y contrahechas, una rubia y otra morena, y bromeaban entre sí, como si no existiera la caravana publicitaria.
Una de esas mañanas salimos, como de costumbre, del cine, con un cielo anubarrado que al principio me hizo esperar que disminuyera el calor de días anteriores. Pero cuando nos pusimos en marcha advertí inmediatamente que el bochorno había aumentado, precisamente a causa de aquellas nubes oscuras que anunciaban tormenta. Sudaba, con mi mono cerrado, mucho más que si hiciera sol; y en medio de aquel aire cargado me parecía como si a cada vuelta del pedal, se me hincharan las manos, los pies y la cara, y como si la sangre quisiera salirse de mi piel. El título de la película de ese día era «El desquite de Tarzán», en tecnicolor. Yo tenía las sílabas «El des»; luego venía Poldino con «qui», y luego, por orden, «te», «de», «Tar», «zán». En los cartelones se veía a Tarzán, vestido de pieles como un salvaje, que luchaba con un enorme mono, y a un lado, asustada, una hermosa muchacha, también medio desnuda. En cuanto nos pusimos cu marcha, muy lentamente, entre aquel aire bochornoso de terremoto, advertí que detrás de mí se había produci¬do el acuerdo de siempre. La agencia de publicidad nos recomendaba sobre todo que no hiciéramos ruido, no fu¬másemos, no hablásemos. En resumen, teníamos que dar la impresión de ser casi máquinas, como las bicicletas: mudos, lentos, apáticos, sin expresión. Así, decían, la publicidad resultaría realmente eficaz, porque la gente no se ocupaba de nosotros y miraba a los cartelones. Ya he dicho que los otros cinco habían llegado a un acuerdo; me explicaré. Tan pronto como estuvimos en la Plaza de la Estación oí que los cinco, a mis espaldas, lanzaban el gri¬to de Tarzán, tal y como se oye en el cine; no tan fuerte, es cierto, pero lo bastante para que los transeúntes lo oyeran. Yo no podía volverme porque tenía que guiarlos y, si me volvía, podía ocurrir que, en un sitio como la Plaza de la Estación, toda la caravana acabase bajo las ruedas de un autobús; pero cuando entramos en la via Volturno, volví la cabeza y dije con fuerza: —¿Qué significa ese barullo?
¿Saben cómo me respondió Poldino? Con un gesto obsceno. No dije nada y proseguí hacia el Ministerio de Hacienda.
Pasamos el Ministerio, entramos en la via Piave; en la Plaza Fiume, el guardia, sobre su torrecilla listada en blanco y negro, paró el tránsito y también nosotros tuvimos que esperar. Aproveché para echar pie a tierra y volverme para ver cómo iban las cosas. Advertí enseguida que iban muy mal: ya sea que estuvieran citados con ellas, ya que las hubieran encontrado por casualidad, Pol¬dino y los otros estaban con dos muchachas, de esas que recorren los restaurantes vendiendo flores, bajas y contrahechas, una rubia y otra morena, y bromeaban entre sí, como si no existiera la caravana publicitaria.
cara de salchichero
No soy precisamente feo, aunque sea bajito: rubio, con una cara blanca y roja, ojos celestes. De niño, mi madre decía que me parecía en todo al Niño Jesús: luego, al crecer, cambié un poco por culpa de que tengo la nariz con las ventanillas muy abiertas y la boca algo torcida; de modo que los amigos, quién sabe por qué, empezaron enseguida a llamarme «el salchichero». Sin embargo, no soy feo, como ya dije; pero como siempre estaba tan atareado con el comercio, había dedicado poco tiempo a las chicas, hasta ahora. Pero ya tenía dinero y también tiempo, de forma que decidí encontrar una chica.
Empecé a buscarla. Por la mañana, hacia el mediodía, salía en coche y corría a los barrios altos. Pasaba y repa¬saba de arriba abajo por vía Véneto y luego recorría de cabo a rabo Villa Borghese, via Pinciana, el Muro Torto. Pensaba justamente que esos eran los sitios mejores para asediar a las mujeres, ante todo porque las chicas guapas de Roma van por allí a lucirse y a presumir con sus trajes nuevos, y además porque son sitios amplios, poco frecuentados, donde un coche puede seguir a una mujer y la mujer puede aceptar subir en él sin llamar la atención. Seguía, pues, a una u otra chica, con el coche, a paso de hombre y, en un lugar propicio, abría la portezuela y decía, asomándome:
—Señorita, ¿me permite que la acompañe? —o algo por el estilo.
¿Lo creerán ustedes? Nunca aceptó ninguna. Unas seguían su camino como si no me hubieran visto ni oído; otras respondían, secamente.
—No, gracias, prefiero caminar.
Y otras, más descorteses:
—¡Déjeme en paz o llamo a un guardia!
Una me dijo un día: «Cierra el pico, cataplasma», que significa precisamente un hombre que fastidia a las mujeres en la calle.
Empecé a buscarla. Por la mañana, hacia el mediodía, salía en coche y corría a los barrios altos. Pasaba y repa¬saba de arriba abajo por vía Véneto y luego recorría de cabo a rabo Villa Borghese, via Pinciana, el Muro Torto. Pensaba justamente que esos eran los sitios mejores para asediar a las mujeres, ante todo porque las chicas guapas de Roma van por allí a lucirse y a presumir con sus trajes nuevos, y además porque son sitios amplios, poco frecuentados, donde un coche puede seguir a una mujer y la mujer puede aceptar subir en él sin llamar la atención. Seguía, pues, a una u otra chica, con el coche, a paso de hombre y, en un lugar propicio, abría la portezuela y decía, asomándome:
—Señorita, ¿me permite que la acompañe? —o algo por el estilo.
¿Lo creerán ustedes? Nunca aceptó ninguna. Unas seguían su camino como si no me hubieran visto ni oído; otras respondían, secamente.
—No, gracias, prefiero caminar.
Y otras, más descorteses:
—¡Déjeme en paz o llamo a un guardia!
Una me dijo un día: «Cierra el pico, cataplasma», que significa precisamente un hombre que fastidia a las mujeres en la calle.
El billete falso
Pasaba por la Plaza Risorgimento cuando oí que me llamaban: —Eh, macho..., ¿que haces por aquí? Era Staiano, un amigo de los viejos tiempos, cuando vendíamos juntos cigarrillos en el mercado negro, en la vía del Gambero. No andaba boyante, lo noté enseguida; y cuando le dije que yo no hacía nada, aunque en realidad tampoco podía decir que estuviera parado, puesto que nunca tuve un oficio, me cogió del brazo y me dijo que él podía hacerme ganar, sin gran trabajo, mil o dos mil, o incluso tres mil liras diarias. Le pregunté de qué manera, y él, entonces, empezó con muchos rodeos. Dijo que los tiempos eran duros, que había montones de gentes que, pese a tener un oficio, no podían vivir. Dijo que en tiempos como estos los hombres se dividían en dos categorías: los que tenían ríñones y los que no los tenían; y los primeros acababan siempre por salir a flote, mientras que los segundos hacían el bobo. Dijo que él estaba seguro de que yo pertenecía a la primera categoría, porque me había conocido en otros tiempos no menos duros y difíciles. Dijo que la propuesta que iba a hacerme quizás me asombraría, pero que no debía interrumpirle, no debía decirle más que sí o no. Yo le dejaba hablar y mientras tanto pensaba que debía de ser una propuesta muy extraña, porque en él resultaban verdaderamente insólitas tantas precauciones. Por último, se calló y yo le pregunté de qué se trataba. Respondió enseguida:
—Se trata de gastar pasta.
—¿Gastar pasta?
—Sí... Yo te doy, por ejemplo, un billete de cinco mil liras... Tú vas, das una vuelta, estudias la situación, y luego pagas con él un café, supongamos, o una cajetilla de tabaco... Luego, me traes la vuelta... Y yo te doy una tercera parte de la vuelta.
—¿Una tercera parte en liras buenas? —le interrumpí, para demostrarle que había entendido.
—Hombre, claro... en liras buenas... ¿Por quién me has tomado?
—¿Y si descubren que el billete es falso?
—Nada... Tú dices inmediatamente que sabes quién te lo ha dado y lo recoges fingiendo indignación.
Yo quería contestar: «Estás loco, ni hablar» —y, en cambio, no sé muy bien cómo, mi boca pronunció:
—De acuerdo, trato hecho.
Después, no podría siquiera decir lo que pasó, tan asombrado estaba de mí mismo, de haber aceptado y de continuar aceptando. En fin, me dio un billete de diez mil liras, diciendo que ese día quería ponerme a prueba; y quedamos a las ocho de la noche, en los jardines de la Plaza Risorgimento. Eran las dos de la tarde.
Y heme aquí con un billete falso de diez mil liras en el bolsillo y con la esperanza de ganar, así, como jugando, más de tres mil de las buenas. De pronto me sentí rico y ocioso, como si hubiera tenido por delante no una tarde, sino toda una semana o un mes, y hubiera podido satisfacer todos mis caprichos antes del momento, que veía muy lejano, en el que me decidiría a gastar mi billete falso. Además de las diez mil liras de Staiano tenía en el bolsillo unas mil quinientas liras buenas, y pensé que podía pisar fuerte, ya que contaba con dos o tres mil liras diarias, seguras, quién sabe durante cuánto tiempo.
—Se trata de gastar pasta.
—¿Gastar pasta?
—Sí... Yo te doy, por ejemplo, un billete de cinco mil liras... Tú vas, das una vuelta, estudias la situación, y luego pagas con él un café, supongamos, o una cajetilla de tabaco... Luego, me traes la vuelta... Y yo te doy una tercera parte de la vuelta.
—¿Una tercera parte en liras buenas? —le interrumpí, para demostrarle que había entendido.
—Hombre, claro... en liras buenas... ¿Por quién me has tomado?
—¿Y si descubren que el billete es falso?
—Nada... Tú dices inmediatamente que sabes quién te lo ha dado y lo recoges fingiendo indignación.
Yo quería contestar: «Estás loco, ni hablar» —y, en cambio, no sé muy bien cómo, mi boca pronunció:
—De acuerdo, trato hecho.
Después, no podría siquiera decir lo que pasó, tan asombrado estaba de mí mismo, de haber aceptado y de continuar aceptando. En fin, me dio un billete de diez mil liras, diciendo que ese día quería ponerme a prueba; y quedamos a las ocho de la noche, en los jardines de la Plaza Risorgimento. Eran las dos de la tarde.
Y heme aquí con un billete falso de diez mil liras en el bolsillo y con la esperanza de ganar, así, como jugando, más de tres mil de las buenas. De pronto me sentí rico y ocioso, como si hubiera tenido por delante no una tarde, sino toda una semana o un mes, y hubiera podido satisfacer todos mis caprichos antes del momento, que veía muy lejano, en el que me decidiría a gastar mi billete falso. Además de las diez mil liras de Staiano tenía en el bolsillo unas mil quinientas liras buenas, y pensé que podía pisar fuerte, ya que contaba con dos o tres mil liras diarias, seguras, quién sabe durante cuánto tiempo.
Cuentos romanos : las bromas del calor ( fragmento )
Al llegar el verano, quizás porque aún soy joven y no me he adaptado aún al hecho de ser marido y padre de familia, me entran siempre ganas de escapar. En verano, en las casas de los ricos, se cierran las ventanas por la mañana, y el aire fresco de la noche permanece en las habitaciones amplias y oscuras, donde, en la penumbra, brillan espejos, suelos de mármol, muebles brillantes de cera. Todo está en su sitio, todo es limpio, ordenado, nítido; hasta el silencio es un silencio fresco, sedante, oscuro. Y luego, si tienes sed, te traen una buena bebida helada en una bandeja, una naranjada, una limonada, dentro de un vaso de cristal donde los cubitos de hielo, al removerlos, hacen un ruido alegre que por sí solo te refresca. Pero en las casas de los pobres las cosas son muy distintas. Con el primer día de calor el bochorno entra en tus cuartitos sin ventilación y ya no se vuelve a ir. Quieres beber y del grifo, en la cocina, sale un agua caliente que parece caldo. En casa no te puedes mover: parece como si todo, muebles, vestidos, utensilios, se hubiera hinchado y se te cayera encima. Todos están en mangas de camisa, pero las camisas están sudadas y apestan. Si cierras las ventanas, te ahogas, porque el aire de la noche no ha conseguido entrar en esas dos o tres habitaciones donde duermen seis personas; si las abres, el sol te inunda y te parece estar en la calle, y todo sabe a metal hirviente, a sudor y a polvo. Con el calor, incluso los caracteres se calientan, quiero decir que se vuelven pendencieros; pero el rico, si le da por ahí, coge y se va al fondo del piso, tres habitaciones más allá; los pobres, en cambio, se quedan ante los platos grasientos y los vasos sucios, cara a cara; o bien tienen que irse de casa.
Uno de esos días, tras haber tenido una buena bronca con toda mi familia, o sea con mi mujer porque la sopa estaba salada e hirviendo, con mi cuñado porque se ponía de parte de mi mujer y, en mi opinión, no tenía derecho porque está parado y vive a mi costa, con mi cuñada porque me defendía y eso me fastidiaba, porque sabía que lo hacía por coquetería, pues está enamorada de mí, con mi madre porque trataba de calmarme, con mi padre porque protestaba diciendo que quería comer en paz, e incluso con la niña, porque había estallado en llanto, de pronto me levanté, cogí la chaqueta de la silla y dije sencillamente:
—¿Sabéis lo que os digo? Me jorobáis todos. Hasta la vista, en octubre, cuando venga el fresco.
Y salí de casa. Mi mujer, pobrecita, me siguió y, asomándose a la barandilla de la escalera, me gritó que había ensalada de pepinos, que me gusta mucho. Le contesté que se la comiera ella y bajé a la calle.
Vivimos en la vía Ostiense1. La atravesé y, maquinalmente, me fui hasta el puente de hierro, donde está el puerto fluvial de Roma. Eran las dos, la hora más cálida de la jornada, con un cielo de siroco, lívido, que parecía un ojo amoratado por un puñetazo. Cuando llegué al puente, me apoyé en el pretil de hierro claveteado: quemaba. El Tíber, encajonado entre los muelles, al fondo de los murallones oblicuos, parecía, con su color fangoso, una cloaca al aire libre. Él gasómetro, que parece un esqueleto después de un incendio, los altos hornos de la fábrica del gas, las torres de los silos, las tuberías de los depósitos de petróleo...............
Sus días. Cuentos romanos. A. MORAVIA
—Conserva la calma... No te enfades... Contrólate.
Mi madre, pobrecilla, me lo recomienda porque sabe que en esos días puede darse que acabe en la cárcel o en el hospital. Ella los llama «mis días». Les dice a las vecinas:
—Gigi, esta mañana, se ha ido con una cara que metía miedo... Claro, son sus días.
A pesar de que soy bajo, menudo y sin nada de músculos, en los días de siroco me entra el prurito de buscar pelea o, como decimos los romanos, de armar camorra. Voy por ahí mirando a los hombres, sobre todo a los forzudos, y pienso: «A ése, de un puñetazo, le rompería la nariz... Y a ese otro me gustaría hacerlo saltar a patadas en el trasero... ¿Y a ése? Un par de bofetadas que le pusieran la cara morada.» Sueños; en realidad, todos son más fuertes que yo. Para pegar a alguien tendría que habérmelas con un niño. Y aun así... Hay algunos chicos sueltos de manos, pérfidos, que se lanzan con la cabeza gacha y a lo mejor te largan una patada al bajo vientre, que a mí me dan miedo.
Para colmo de desgracia, he elegido un oficio que no me va bien: camarero en un café. Los camareros, ya se sabe, tienen que ser amables suceda lo que suceda. La amabilidad, en su caso, es como la servilleta que llevan al hrazo, como la bandeja en la que traen las bebidas: un instrumento del oficio. Dicen que los camareros tienen los pies llenos de callos. Yo no los tengo, pero es como si los tuviese, y los clientes no hacen más que pisármelos. Con mi sensibilidad, la mínima observación, la mínima grosería me enfurece. Y, en cambio, me toca tragármela, inclinarme, sonreír, halagar. Pero se me pone en la cara un tic nervioso que es la señal de mi bilis. Los del café, que lo saben, cuando me ven torcer la cara dicen enseguida:
—Eh, Gigi!... ¿Te ha ido mal? ¿Qué te han hecho?
En resumidas cuentas, se burlan. Pero algunas veces logro desahogar estas enormes ganas de insultar y de agredir. Elijo un lugar muy concurrido, una plaza, un local público, busco a mi tipo después de una larga observación, lo ataco con un pretexto cualquiera, lo ofendo. Naturalmente, él intenta lanzarse contra mí, pero de inmediato lo contienen cuatro o cinco pacificadores, se meten en medio. Yo me aprovecho para insultarlo aún más, bien a gusto, y luego me alejo. Y ese día me siento mejor.
Bueno, una de esas mañanas que el siroco podía cortarse con un cuchillo salí con el diablo en el cuerpo. Una frase, sobre todo, rondaba mis oídos: «Si no te callas, te hago comer tu sombrero.» ¿Dónde la había oído? Misterio; quizás el siroco me la había sugerido en sueños. Siempre revolviendo estas palabras en mi cabeza, cogí el tranvía para ir al café, un local hacia la Plaza Fiume
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