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"Alberto Moravia" por IRENE HDEZ. VELASCO



«Ni siquiera el día que me muera dejarás de escribir», le solía echar en cara Elsa Morante a Alberto Moravia, en relación a su costumbre metódica y absolutamente inalterable de dedicar cuatro horas diarias a la escritura. «No es verdad, el día que ella murió no escribí», respondería él muchos años después.
Alberto Moravia y Elsa Morante; Elsa Morante y Alberto Moravia. Considerados ambos como dos de los más grandes escritores italianos del siglo XX, se vieron unidos por una relación casi siempre desdichada y a veces incluso violenta, marcada por las rupturas y los reencuentros, las furiosas peleas en público y los reproches continuos. Elsa era fantástica, volcánica e imprevisible, atacada continuamente por fiebres existenciales. Alberto era tan sistemático como lógico, y además de aburrimiento cósmico sufría una confesada incapacidad para hablar de sentimientos.
Elsa, incluso en sus mejores años juntos, le acusaba de ser egoísta y frío, de no amarla lo suficiente. Para ella había tres tipos de personas: los Aquiles (quienes viven sin pasión alguna), los don Quijotes (que viven de sueños) y los Hamlets (aquellos que todo lo cuestionan). Moravia, según su criterio, era una mezcla de Hamlet y Aquiles, mientras que ella se consideraba a sí misma una versión pura de don Quijote. En otras palabras: ella era apasionada, él imperturbable.
La relación íntima de esos dos titanes adquiere ahora nuevos matices de la mano de Quando verrai sarò quasi felice(Cuando vengas seré casi feliz), un libro recién publicado en Italia por la editorial Bompiani y que por primera vez recoge toda, absolutamente toda la correspondencia enviada por Alberto Moravia a Elsa Morante durante sus años de matrimonio y tras su separación (separación de hecho, porque nunca llegaron a divorciarse).
Se trata en total de 110 documentos entre cartas, postales y telegramas (52 de ellos inéditos), que él le envío a ella entre 1947 y 1983, es decir, durante prácticamente toda una vida. Faltan, eso sí, las cartas y respuestas de Elsa, porque Moravia tenía por norma tirar a la basura todos aquellos papeles que pudieran recordarle su propio pasado. «El pasado no me interesa, me hace daño. No me interesan los recuerdos», declaró en una ocasión.
El epistolario arranca en 1947, cuando Moravia ya casi roza con los dedos las mieles del éxito ya que ese mismo año publica La romana, la novela que lo consagra ante el gran público. Morante, por su parte, está también a punto de lograr el reconocimiento literario con Mentira y sortilegio, su ópera prima que verá la luz al año siguiente. La pareja lleva para entonces 10 años de relación y siete de matrimonio. La efímera felicidad de los primeros tiempos ha dado paso a un irreparable desastre. «Elsa trataba de anularme y al mismo tiempo, por exceso de pasión, se anulaba a sí misma», aseguró en una ocasión Moravia, con una frase que muy bien podría sintetizar su unión.
«Querida Elsa, tu carta ha llegado finalmente hoy, lunes 7, y no me ha gustado porque veo que eres infeliz y que nada te alegra, ni estar conmigo ni estar sin mí. Querría verdaderamente poder decirte algo que te consolara, pero me doy cuenta de que es imposible porque, como de costumbre, las razones de tu infelicidad son oscuras y oscuramente expresadas», escribe por ejemplo Moravia en agosto de 1950. Y ese mismo año: «Te amo todavía tanto que basta una palabra tuya poco amable para hacerme sufrir. Por desgracia, en ti hay un demonio que te empuja a decirme siempre cosas desagradables».
Su historia comienza en 1936, cuando Elsa Morante y Alberto Moravia se conocen en una cervecería del centro histórico de Roma frecuentada por el mundillo artístico de la época. El pintor Giuseppe Capogrossi parece ser que hizo las oportunas presentaciones entre la muchacha y aquel joven romano de 29 años, elegante, de familia burguesa, profundamente seguro de sí mismo y que ya disfrutaba del éxito (y de las polémicas) gracias a su primer libro, Los indiferentes, que había visto la luz ese mismo año.
Elsa, por su parte, también nació en la capital italiana en 1912, pero en una familia modesta y bastante disfuncional: su madre se casó con un siciliano impotente que aceptó que su mujer tuviera hijos de otro hombre y que acabó suicidándose, entre otras cosas por el desprecio con el que siempre se sintió tratado por su esposa. Elsa, a su vez, también mantuvo desde joven una relación muy conflictiva con su madre. Se fue de casa a los 18 años y cuando se cruzó con Moravia era pobre de solemnidad.
«Cuando la conocí, Elsa vivía en un pequeño apartamento muy mono en el Corso Umberto. No tenía literalmente qué comer. Vivía de escribir tesis universitarias. Era muy cuidadosa y escribía bien. Me acuerdo de que hizo una tesis sobre Albertazzi y otra sobre Lorenzino de Medici, me hablaba continuamente de ello. Cuando nos casamos, tuve que hacer frente a sus pagarés, yo tampoco tenía mucho dinero y tuve que ponerme a pensar cómo ganarlo», recordaba años después Moravia, en 1971.
Desde el principio la suya es una relación atormentada, marcada por alejamientos y acercamientos, necesidades de autonomía y exigencias de afecto. Pero, aun así, el 14 de abril de 1941, Moravia y Morante se casan (hasta entonces él había seguido viviendo en casa de sus padres y, de hecho, uno de los principales motivos por los que luego admitió haberse casado fue porque el invierno anterior había sido particularmente helado en Roma y se congelaba al regresar andando cada noche desde casa de Elsa hasta el domicilio familiar). Se trasladaron a vivir a un pequeño ático de dos habitaciones.
Ambos eran declarados antifascistas. Pero, además, Alberto era hijo de padre judío y Elsa, de madre judía. Un periodista le chiva al escritor que su nombre figura en la lista de personas a arrestar por el régimen fascista. Huyendo de las redadas y de los bombardeos, la pareja se oculta durante ocho meses en las montañas de Ciociara, una zona del centro de Italia, en concreto en la aldea de Sant'Agata. A raíz de esa experiencia Moravia publicó en 1957 La ciociara, novela que fue llevada al cine por Vittorio De Sica con Sophia Loren y que le valió a la actriz el Oscar.
Sólo en junio de 1944 Moravia y Morante regresan a la capital. Pero a partir de ese momento su relación descarrila cada vez más como lo atestigua su correspondencia, que arranca tres años después de su retorno a Roma. «Querida Elsa: tu infelicidad me hace muy infeliz y querría realmente que todo cambiase, aunque fuera contra mí. Pero ten en cuenta una cosa: yo siempre te he amado, sobre todo en el tiempo precedente a Sant'Agata (...)», le escribe él en 1950.
Aunque Moravia se lamenta siempre de las insistentes quejas de Elsa de que no la ama lo suficiente, en sus cartas también admite su frialdad emocional. «Es todo culpa mía, si culpa se puede llamar a esta dificultad mía de expresión sentimental heredada de largos años de enfermedad y de la tristeza de mi infancia y mi adolescencia», le escribe Moravia en alusión a la tuberculosis ósea que le obligó a guardar cama cinco años, dos de ellos en un sanatorio.
«Querida Elsa: no es que yo no albergase un fuerte sentimiento hacia ti, pero a causa de mi desgraciadísima adolescencia me faltaban los medios para poder expresarlo», la escribe en otra carta para, seguidamente, recriminarla: «Tú me has hecho pagar mi dolorosa insuficiencia con dos o tres años de terrible dureza, desprecio, hastío y hostilidad a partir del fin de la guerra o mejor dicho del día en que terminaste tu novela».
Pero lo peor es que, al contrario de la gran tradición epistolar de los románticos, las cartas de Moravia a Morante con frecuencia son de una banalidad absoluta. «El pollero de via Ofanto ha preguntado dónde estás», le escribe en el verano de 1950, en una carta en la que se despide de ella con la coletilla «Te abrazo con mucho afecto». Afecto es probablemente la palabra más recurrente en las misivas que Moravia le escribe a Elsa. Un vocablo espantoso, ambiguo, temido por la inmensa mayoría de los enamorados.
Y aún es más terrible la carta en la que Moravia deja claro que ya no comparten ni siquiera dormitorio. «Es absurdo que te quedes en Roma este verano. Ven aquí, te buscaré una habitación tan bonita como la mía. Si quieres, podrás verme poco o nada», escribe en 1958 desde Capri.
Años después, ya separados, en una serie de conversaciones que mantuvo con el escritor y periodista Alan Elkann, Moravia confesó que nunca había estado en realidad enamorado de Elsa: «La quería. Sí, pero nunca perdí la cabeza por ella. En otras palabras: nunca me enamoré (...). Yo no estaba enamorado, pero sí fascinado por su carácter extremo, entregado y apasionado. Era como si cada día de su vida fuera a ser el último, justo antes de morir».
El amor se consume y después de 26 años de matrimonio, en 1962, se dejan definitivamente, aunque no llegarán a divorciarse jamás. Moravia conoce a Dacia Maraini, quien se convertirá en su compañera hasta 1976, cuando irrumpe en su vida la española Carmen Llera, 45 años más joven que él y con la que se casará tras morir Elsa. Elsa, por su parte, mantiene una borrascosa relación con el cineasta Luchino Visconti y después otra con el pintor estadounidense Bill Morrow, quien en 1962 se suicida tirándose de un rascacielos. Muy afectada por esa muerte, Elsa no volverá a tener más relaciones sentimentales. Y en 1983, después de saber que está gravemente enferma trata de quitarse la vida, pero fue salvada in extremis por su ama de llaves.
Elsa Morante murió de un infarto dos años después en Roma, en 1985, sola e infeliz. Moravia falleció cinco años después, en 1990, también en Roma. Pero, aunque sea por motivos puramente alfabéticos, en los estantes de las librerías los nombres de Moravia y de Morante están condenados a permanecer siempre juntos.

Alberto Moravia : Cuentos Romanos , Lluvia de mayo ( fragmento ).




Su hija Dirce no era mejor que el padre por lo que toca al carácter, también ella era dura, mala, áspera, pero hermosa: una de esas mujeres pequeñas y musculosas, bien formadas, que caminan meneando las caderas y afirmando el pie, como quien dice «Esta tierra es mía». Tenía una cara ancha, con ojos negros y pelo negro, tan pálida como una muerta. Solamente la madre, en aquella casa, quizás era buena: una mujer de unos cuarenta años que aparentaba sesenta, flaca, con una nariz de vieja y colgantes cabellos de vieja; pero quizas sólo era tonta, o al menos uno podía pensarlo al verla de pie ante el fogón, con toda la cara tendida en una sonrisa muda; si se daba la vuelta, se veía que tenía uno o dos dientes, por todo tener. La hostería daba a la carretera y tenía una muestra en forma de arco, de color sangre de buey, con el letrero: «Hostería de los Cazadores; propietario, Antonio Tocchi», en letras amarillas. Luego, por un sendero, se llegaba a las mesas, bajo los árboles, ante el panorama de Roma. La casa era rústica, toda muros y casi sin ventanas, con techo de tejas. El verano era la mejor época, subía gente desde la mañana hasta la medianoche: familias con niños, parejas de enamorados, grupos de hombres, y se sentaban a las mesas y bebían vino y comían la comida de Tocchi mirando el panorama. No teníamos tiempo ni de respirar: los dos hombres sirviendo continuamente, las dos mujeres continuamente cocinando y fregando; por la noche estábamos rendidos y nos íbamos a la cama sin ni siquiera mirarnos. Pero en invierno, o incluso en plena temporada, si llovía, empezaban los líos. El padre y la hija se odiaban, aunque odiar se quede corto, se habrían matado. El padre era autoritario, avaro, estúpido, y por cualquier tontería levantaba la mano; la hija era dura como una piedra, cerrada, siempre quería decir la última palabra, terca. Acaso se odiaban porque eran de la misma sangre, y ya se sabe que no hay como la sangre para odiarse; pero se odiaban también por cuestión de intereses. La hija era ambiciosa; decía que ellos, con aquel panorama de Roma, tenían un capital que explotar, y en cambio lo arrojaban a los perros. Decía que el padre debía construir una pista de cemento para bailar, y alquilar una orquesta y colgar farolillos venecianos, y transformar la casa en un restaurante moderno y llamarlo «Restaurante Panorama». Pero el padre no se fiaba, en parte porque era avaro y enemigo de las novedades, y en parte porque era su hija quien se lo proponía, y él antes se hubiera dejado degollar que permitir que la hija se saliera con la suya. Los choques entre padre e hija se producían siempre en la mesa; ella atacaba, con maldad, ofendiéndolo en algo personal, supongamos que por el hecho de que el padre, al comer, había soltado un eructo; él respondía con palabrotas y blasfemias; la hija insistía, el padre le daba un bofetón. Es preciso decir que debía de sentir placer al abofetearla, porque ponía una cara especial, mordiéndose el labio inferior y guiñando los ojos. Para la hija la bofetada era como el agua fresca
para una flor: reverdecía de odio y de maldad. Entonces el padre la agarraba por el pelo y le sacudía más. Caían platos y vasos y también recibía lo suyo la madre, que se metía en medio, pero como una tonta, con su eterna sonrisa en la boca desdentada; y yo, con el corazón henchido de veneno, salía y me iba a pasear por el camino que llevaba a Camilluccia.
Me hubiera largado hacía tiempo de no haberme enamorado de Dirce. No soy un tipo que se enamore fácilmente, porque soy práctico y no me dejo fascinar por palabras y miradas. Pero cuando una mujer, en vez de palabras u miradas, se da a sí misma, toda entera, en carne y hueso, y por añadidura se entrega por sorpresa, entonces queda preso como en un cepo.

A. MORAVIA .Cuentos romanos. EL TERROR DE ROMA



TENÍA tantas ganas de un par de zapatos nuevos que a menudo soñaba con ellos, aquel verano, en el sótano del inmueble cuyo portero me alquilaba un catre a cien liras por noche. No es que anduviera precisamente descalzo, pero los zapatos que llevaba me los habían dado los americanos, zapatos bajos y livianos; ya casi no tenían tacón y uno estaba roto por el dedo meñique y el otro se había ensanchado y se me salía del pie, parecía una chancleta. Vendiendo algunas cosas en el mercado negro, llevando paquetes y haciendo recados lograba, bien que mal, quitarme el hambre, pero nunca conseguía ahorrar el dinero necesario para los zapatos, unos miles de liras. Estos zapatos se habían convertido en una obsesión, un punto negro suspendido en el espacio que me seguía a donde quiera que fuese.
Cuando caminaba por las calles no hacía más que mirar a los pies de los transeúntes; o bien me detenía ante los escaparates de las zapaterías, y me quedaba allí, pasmado, contemplando los zapatos, comparando sus precios, formas y colores, y eligiendo mentalmente el par que a mí me vendría bien. En el sótano donde dormía había conocido a un tal Lorusso, otro refugiado como yo, un chico rubio de pelo rizado, fornido, más bajo que yo;

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