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El fisgón .Cuentos romanos. A. MORAVIA


Las nueve y media. Salgo del bar donde me he tomado la pasta y el café, bajo la mirada perpleja del camarero que sin duda se pregunta por qué no desayuno en casa; voy hacia nuestro edificio y entro en el patio donde suelo aparcar mi maltrecho utilitario. Antes del accidente, a menudo coincidía con mi padre que entonces salía del otro lado del patio con su gran Mercedes, y no podía por menos de sentir esa sensación de malestar que sufre uno al ver la propia imagen de repente reflejada en un espejo imprevisto y deformante. Él, profesor universitario de física; yo, profesor universitario de literatura francesa. Él, famoso; yo, desconocido. Él, contento de su condición; yo, no. Él, perfectamente integrado y yo prácticamente marginado. Él era para mí un espejo conminatorio en el que yo me miraba con la esperanza de no encontrar parecido alguno y el temor de descubrir en cambio algún rasgo en común. Pero ¿por qué esa esperanza y ese temor? ¿No éramos acaso dos personas completamente distintas? ¿Y por qué además, ahora que el coche de mi padre ya no está estacionado en el patio al lado del mío, sufro casi un sentimiento de vacío y de desequilibrio? ¿Es posible que yo exista sólo en tanto que él existe? De todas formas, el hecho de ejercer la misma profesión siempre me ha inspirado no sé qué sentido del ridículo, como si se tratara de una curiosa coincidencia cuyo significado no acabo de entender. Antes del accidente, sentado a la mesa frente a él a la hora de nuestros almuerzos casi siempre monótonos y silenciosos, se me ocurría imaginar conversaciones de este tipo: "Profesor, yo odio la física". "Profesor, yo odio la literatura francesa". "Profesor, no me gustas nada: eres un burgués, un príncipe de la cátedra, un hombre del establishment". "Y tú, querido profesor, has fracasado en la lucha estudiantil, y eres un don nadie en la enseñanza y en la vida". Pues sí, ¡resulta difícil convivir con el propio padre! Lo que está muy claro es que yo he fracasado en mi trabajo de profesor. Para empezar, no me gusta dar clases aunque enseñe literatura francesa, un tema que conozco a fondo y con el que disfruto. No me gusta enseñar porque me canso -hay profesores que logran no cansarse jamás, pues convierten la clase en una rutina, pero yo no lo he conseguido- y además porque, mientras hablo desde la cátedra, no puedo por menos de pensar que mis alumnos no comprenden nada de lo que voy explicando, y que además no les importa en absoluto comprender. Pero hay otro motivo más insólito por el que no me gusta enseñar: durante la clase a menudo no puedo controlar mi entusiasmo por uno u otro autor de los que estoy hablando. Olvido entonces que estoy delante de los alumnos -las "bestias", como suelo llamarlos para mis adentros cuando estoy de mal humor- y me entretengo en divagaciones e interpretaciones de las que luego, en los momentos de lucidez, me arrepiento y avergüenzo, como si hubiera abierto mi corazón a un público indigno. Pero, ya lo he dicho, no soy un hombre rutinario, así que las horas que paso dando clase son un continuo y molesto vaivén entre el aburrimiento, cuando me limito a la información, y la rabia por haberme abandonado a las divagaciones.

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