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Sus días. Cuentos romanos. A. MORAVIA

Dicen que a los romanos el siroco no les hace efecto: han nacido con él. Pero yo soy romano, nacido y bautizado en la Plaza Campitelli, y el siroco me saca de mis casillas. Mi madre, que lo sabe, cuando ve por la mañana el cielo blanco y siente el aire pegajoso, y luego me mira y ve que tengo los ojos turbios y la palabra escasa, siempre me recomienda, mientras me visto para ir a trabajar:
—Conserva la calma... No te enfades... Contrólate.
Mi madre, pobrecilla, me lo recomienda porque sabe que en esos días puede darse que acabe en la cárcel o en el hospital. Ella los llama «mis días». Les dice a las vecinas:
—Gigi, esta mañana, se ha ido con una cara que metía miedo... Claro, son sus días.
A pesar de que soy bajo, menudo y sin nada de músculos, en los días de siroco me entra el prurito de buscar pelea o, como decimos los romanos, de armar camorra. Voy por ahí mirando a los hombres, sobre todo a los forzudos, y pienso: «A ése, de un puñetazo, le rompería la nariz... Y a ese otro me gustaría hacerlo saltar a patadas en el trasero... ¿Y a ése? Un par de bofetadas que le pusieran la cara morada.» Sueños; en realidad, todos son más fuertes que yo. Para pegar a alguien tendría que habérmelas con un niño. Y aun así... Hay algunos chicos sueltos de manos, pérfidos, que se lanzan con la cabeza gacha y a lo mejor te largan una patada al bajo vientre, que a mí me dan miedo.
Para colmo de desgracia, he elegido un oficio que no me va bien: camarero en un café. Los camareros, ya se sabe, tienen que ser amables suceda lo que suceda. La amabilidad, en su caso, es como la servilleta que llevan al hrazo, como la bandeja en la que traen las bebidas: un instrumento del oficio. Dicen que los camareros tienen los pies llenos de callos. Yo no los tengo, pero es como si los tuviese, y los clientes no hacen más que pisármelos. Con mi sensibilidad, la mínima observación, la mínima grosería me enfurece. Y, en cambio, me toca tragármela, inclinarme, sonreír, halagar. Pero se me pone en la cara un tic nervioso que es la señal de mi bilis. Los del café, que lo saben, cuando me ven torcer la cara dicen enseguida:
—Eh, Gigi!... ¿Te ha ido mal? ¿Qué te han hecho?
En resumidas cuentas, se burlan. Pero algunas veces logro desahogar estas enormes ganas de insultar y de agredir. Elijo un lugar muy concurrido, una plaza, un local público, busco a mi tipo después de una larga observación, lo ataco con un pretexto cualquiera, lo ofendo. Naturalmente, él intenta lanzarse contra mí, pero de inmediato lo contienen cuatro o cinco pacificadores, se meten en medio. Yo me aprovecho para insultarlo aún más, bien a gusto, y luego me alejo. Y ese día me siento mejor.
Bueno, una de esas mañanas que el siroco podía cortarse con un cuchillo salí con el diablo en el cuerpo. Una frase, sobre todo, rondaba mis oídos: «Si no te callas, te hago comer tu sombrero.» ¿Dónde la había oído? Misterio; quizás el siroco me la había sugerido en sueños. Siempre revolviendo estas palabras en mi cabeza, cogí el tranvía para ir al café, un local hacia la Plaza Fiume.

4 comentarios:

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