AQUEL invierno todo me salía bien: hice un negocio de chatarra, y gané; luego un segundo negocio de ladrillos, y volví a ganar; luego un tercer negocio de medicamentos, y gané otra vez. Me compré dos trajes, uno azul a rayas y uno de franela gris, dos pares de zapatos, negros y amarillos, un abrigo de fantasía, una docena de camisas de seda con mis iniciales y calcetines a juego. A mi madre le regalé un corte de seda negra y una vajilla de porcelana para seis: una oportunidad china, con un dibujo muy bonito de flores y dragones. A mi hermano no le di nada porque dijo que no quería nada de mí, estaba en paro y la tenía tomada conmigo porque ganaba dinero. A mi hermana le compré uno de esos paraguas pequeñísimos, de acero, que se doblan y quedan del tamaño de un abanico. Luego me compré un coche deportivo, rojo; y esta fue la compra que más satisfacción me dio, porque los coches me gustaban desde que era niño. En fin, no me faltaba de nada, tenía todo el dinero que quería, fumaba cigarrillos americanos, iba al cine todos los días. Pero me aburría y sentía que algo me faltaba, pese a todo, y comprendí muy pronto que lo que me faltaba era una chica . No soy precisamente feo, aunque sea bajito: rubio con una cara blanca y roja, ojos celestes. De niño, mi madre decía que me parecía en todo al Niño Jesús: luego, al crecer, cambié un poco por culpa de que tengo la nariz con las ventanillas muy abiertas y la boca algo torcida; de modo que los amigos, quién sabe por qué, empezaron enseguida a llamarme «el salchichero». Sin embargo, no soy feo, como ya dije; pero como siempre estaba tan atareado con el comercio, había dedicado poco tiempo a las chicas, hasta ahora. Pero ya tenía dinero y también tiempo, de forma que decidí encontrar una chica.
Empecé a buscarla. Por la mañana, hacia el mediodía, salía en coche y corría a los barrios altos. Pasaba y repasaba de arriba abajo por vía Véneto y luego recorría de cabo a rabo Villa Borghese, vía Pinciana, el Muro Torto. Pensaba justamente que esos eran los sitios mejores para asediar a las mujeres, ante todo porque las chicas guapas de Roma van por allí a lucirse y a presumir con sus trajes nuevos, y además porque son sitios amplios, poco frecuentados, donde un coche puede seguir a una mujer y la mujer puede aceptar subir en él sin llamar la atención. Seguía, pues, a una u otra chica, con el coche, a paso de hombre y, en un lugar propicio, abría la portezuela y decía asomándome:
—Señorita, ¿me permite que la acompañe? —o algo por el estilo.
¿Lo creerán ustedes? Nunca aceptó ninguna. Unas seguían su camino como si no me hubieran visto ni oído; otras respondían, Secamente.
—No, gracias, prefiero caminar.
Y otras, más descorteses:
—¡Déjeme en paz o llamo a un guardia!
Una me dijo un día: «Cierra el pico, cataplasma», que significa precisamente un hombre que fastidia a las mujeres en la calle.
Empecé a buscarla. Por la mañana, hacia el mediodía, salía en coche y corría a los barrios altos. Pasaba y repasaba de arriba abajo por vía Véneto y luego recorría de cabo a rabo Villa Borghese, vía Pinciana, el Muro Torto. Pensaba justamente que esos eran los sitios mejores para asediar a las mujeres, ante todo porque las chicas guapas de Roma van por allí a lucirse y a presumir con sus trajes nuevos, y además porque son sitios amplios, poco frecuentados, donde un coche puede seguir a una mujer y la mujer puede aceptar subir en él sin llamar la atención. Seguía, pues, a una u otra chica, con el coche, a paso de hombre y, en un lugar propicio, abría la portezuela y decía asomándome:
—Señorita, ¿me permite que la acompañe? —o algo por el estilo.
¿Lo creerán ustedes? Nunca aceptó ninguna. Unas seguían su camino como si no me hubieran visto ni oído; otras respondían, Secamente.
—No, gracias, prefiero caminar.
Y otras, más descorteses:
—¡Déjeme en paz o llamo a un guardia!
Una me dijo un día: «Cierra el pico, cataplasma», que significa precisamente un hombre que fastidia a las mujeres en la calle.
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