Estábamos en verano, en julio, y pasear por las calles, muy despacio, bajo un sol que quemaba, era realmente penoso. Además, el recorrido era largo y sin paradas: salíamos del cine, detrás de Santa María Maggiore, recorríamos a paso de hombre la vía Cavour, la Plaza de la Estación, vía Volturno, vía Piave, vía Salaria, via Po, vía Véneto, via Bissolati, via Nazionale, via Depretis, y luego, finalmente, otra vez Santa Maria Maggiore. Este recorrido lo hacíamos varias veces, por la mañana y por la tarde, según lo estipulado con la agencia. Además, había dos equipos: uno de hombres, vestidos, como ya dije, de celeste; y uno de mujeres, vestidas casi peor que nosotros, con túnicas blancas cubiertas de lentejuelas plateadas y gregüescos amarillo oro.
Una de esas mañanas salimos, como de costumbre, del cine, con un cielo anubarrado que al principio me hizo esperar que disminuyera el calor de días anteriores. Pero cuando nos pusimos en marcha advertí inmediatamente que el bochorno había aumentado, precisamente a causa de aquellas nubes oscuras que anunciaban tormenta. Sudaba, con mi mono cerrado, mucho más que si hiciera sol; y en medio de aquel aire cargado me parecía como si a cada vuelta del pedal, se me hincharan las manos, los pies y la cara, y como si la sangre quisiera salirse de mi piel. El título de la película de ese día era «El desquite de Tarzán», en tecnicolor. Yo tenía las sílabas «El des»; luego venía Poldino con «qui», y luego, por orden, «te», «de», «Tar», «zán». En los cartelones se veía a Tarzán, vestido de pieles como un salvaje, que luchaba con un enorme mono, y a un lado, asustada, una hermosa muchacha, también medio desnuda. En cuanto nos pusimos cu marcha, muy lentamente, entre aquel aire bochornoso de terremoto, advertí que detrás de mí se había producido el acuerdo de siempre. La agencia de publicidad nos recomendaba sobre todo que no hiciéramos ruido, no fumásemos, no hablásemos. En resumen, teníamos que dar la impresión de ser casi máquinas, como las bicicletas: mudos, lentos, apáticos, sin expresión. Así, decían, la publicidad resultaría realmente eficaz, porque la gente no se ocupaba de nosotros y miraba a los cartelones. Ya he dicho que los otros cinco habían llegado a un acuerdo; me explicaré. Tan pronto como estuvimos en la Plaza de la Estación oí que los cinco, a mis espaldas, lanzaban el grito de Tarzán, tal y como se oye en el cine; no tan fuerte, es cierto, pero lo bastante para que los transeúntes lo oyeran. Yo no podía volverme porque tenía que guiarlos y, si me volvía, podía ocurrir que, en un sitio como la Plaza de la Estación, toda la caravana acabase bajo las ruedas de un autobús; pero cuando entramos en la via Volturno, volví la cabeza y dije con fuerza: —¿Qué significa ese barullo?
¿Saben cómo me respondió Poldino? Con un gesto obsceno. No dije nada y proseguí hacia el Ministerio de Hacienda.
Pasamos el Ministerio, entramos en la via Piave; en la Plaza Fiume, el guardia, sobre su torrecilla listada en blanco y negro, paró el tránsito y también nosotros tuvimos que esperar. Aproveché para echar pie a tierra y volverme para ver cómo iban las cosas. Advertí enseguida que iban muy mal: ya sea que estuvieran citados con ellas, ya que las hubieran encontrado por casualidad, Poldino y los otros estaban con dos muchachas, de esas que recorren los restaurantes vendiendo flores, bajas y contrahechas, una rubia y otra morena, y bromeaban entre sí, como si no existiera la caravana publicitaria.
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