TENÍA tantas ganas de un par de zapatos nuevos que a menudo soñaba con ellos, aquel verano, en el sótano del inmueble cuyo portero me alquilaba un catre a cien liras por noche. No es que anduviera precisamente descalzo, pero los zapatos que llevaba me los habían dado los americanos, zapatos bajos y livianos; ya casi no tenían tacón y uno estaba roto por el dedo meñique y el otro se había ensanchado y se me salía del pie, parecía una chancleta. Vendiendo algunas cosas en el mercado negro, llevando paquetes y haciendo recados lograba, bien que mal, quitarme el hambre, pero nunca conseguía ahorrar el dinero necesario para los zapatos, unos miles de liras. Estos zapatos se habían convertido en una obsesión, un punto negro suspendido en el espacio que me seguía a donde quiera que fuese.
Cuando caminaba por las calles no hacía más que mirar a los pies de los transeúntes; o bien me detenía ante los escaparates de las zapaterías, y me quedaba allí, pasmado, contemplando los zapatos, comparando sus precios, formas y colores, y eligiendo mentalmente el par que a mí me vendría bien. En el sótano donde dormía había conocido a un tal Lorusso, otro refugiado como yo, un chico rubio de pelo rizado, fornido, más bajo que yo;
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