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Apuleyo: El asno de oro. Cupido y Psique

Apuleyo, El asno de oro. Cuento de Cupido y Psique

Apuleyo, El asno de oro
Cuento de Cupido y Psique

Traducción de José María Royo, Apuleyo, El asno de oro, Madrid, Cátedra, 1994

[28] «En una ciudad había un rey y una reina que tenían tres hijas a cual más hermosa. De las dos mayores se diría que, aunque guapísimas, podían encontrarse palabras en el lenguaje humano capaces de celebrar su hermosura. Pero la menor era tan privilegiada, tan deslumbrante su belleza, que no podría describirse ni ponderarse suficientemente con la pobreza del idioma del hombre. En aplicada concurrencia, multitud de paisanos y extranjeros acudían atraídos por la fama de tan singular espectáculo, y pasmados de admiración ante tan inaccesible belleza, se llevaban la mano hasta la boca con el índice sobre el pulgar, y la adoraban con devoción como si se tratara de la propia diosa Venus. Llegó a correrse por las ciudades vecinas y por las regiones circundantes la noticia de que la diosa que naciera en el piélago azul, y que se había criado en el regazo de las espumosas olas, vivía ya entre la gente, con licencia de los dioses; o que el poder fecundador de la lluvia había producido, no en el mar, sino en la tierra, otra Venus dotada de la galanura de la virginidad.
[29] De modo y manera que creció de forma extraordinaria su reputación en cuestión de días, al extenderse por todas las islas vecinas y por la mayor parte de las provincias en tierra firme. [...] Ya nadie navegaba hasta Pafos, ni a Cnido, ni a la propia Citerea para adorar a la diosa Venus. Se empezaban a desacreditar sus sacrificios; se desconchaban sus templos; se olvidaban sus peanas; se abandonaba su culto. Se estaban quedando las imágenes sin ofrendas, y sus solitarios altares cubiertos de fría ceniza. A la muchacha, ante la humana faz de tan alta diosa, empezaban a suplicarle ya que apaciguara a los dioses; y durante el paseo matutino de la doncella la ensalzaban con sacrificios y festines sin nombrar para nada a Venus; y cuando caminaba por las calles, la gente le regalaba con flores y guirnaldas.
El trastoque desmedido que supuso el culto a una muchacha mortal convulsionó el ánimo de la verdadera Venus, que, incapaz de contenerse, se dijo a sí misma moviendo la cabeza con verdadera indignación:
[30] —Siendo como soy el origen primigenio de la naturaleza, el principio de los elementos, Venus, el soplo vital del orbe entero, he de compartir la consideración de excelsitud con una niña mortal, y ¡he de ver cómo mi nombre acunado en el cielo, es profanado por la terrenal sordidez inmunda de la tierra! ¡No! ¡Si aún tendré que soportar el culto a una sustituta, como si fuera mi otro yo, para expiación de la comunidad de dioses! [...] Esa jovencita, quienquiera que sea, no va a usurpar por más tiempo mis honores. Ya haré yo que se arrepienta ella sola de su afamada belleza.
E inmediatamente llamó a su alado e imprudente hijo, Cupido, el que, desdeñando con sus desordenadas costumbres el orden establecido, va por ahí, armado de fuego y flechas, [...] y se lo llevó a la ciudad para mostrarle a Psique —que por tal nombre se conocía a la muchacha—; y después de contarle la historia de la rivalidad por su hermosura, le dijo entre lágrimas y lamentos de indignación:
[31] —Por los lazos del amor maternal, por las dulces heridas de tus flechas, por el sabroso comezón de tus llamas, te ruego que vengues a tu madre castigando con severidad a esa insolente belleza. Sólo te pido que consigas que esa muchacha se abrase de amor por el último de los hombres, aquel a quien la fortuna le haya golpeado en su dignidad, en su patrimonio y en su integridad tan humillantemente, que no se pueda encontrar en el mundo un desecho semejante. Así habló; [...]
[32] Mientras tanto Psique, a pesar de que estaba en la plenitud de su belleza, no le sacaba provecho ninguno: todos la contemplaban, todos la ensalzaban, pero nadie, ni rey, ni príncipe, ni plebeyo se le acercaba como pretendiente con intención de casarse con ella. Se la admiraba, sí, como a la obra mejor acabada de un escultor. Por el contrario, las hermanas mayores cuya equilibrada belleza nadie había difundido, hacía tiempo que, prometidas a pretendientes regios, se
habían casado felizmente; pero Psique permanecía en casa, doncella, y sin amante, llorando su soledad desamparada, resentida contra su cuerpo, y con el alma tan desgarrada, que había llegado a odiar a su propia belleza, por mucho que se complacieran en ella los demás. El padre de la desgraciada hija empezó a sospechar que tenía malquerencias entre los dioses. Así es que, temiendo la ira del Supremo, se acercó al antiquísimo oráculo del dios de Mileto con oraciones y ofrendas Apolo, aunque griego y jónico, por deferencia al renovador de la prosa milesia, le contestó en latín:
[33] Del monte en lo más alto, Rey, con el ajuar del tálamo dispuesta coloca a tu hija. Mas no esperes ya de estirpe humana yerno, sino verdugo cruel, emponzoñado y fiero, que vuela alado por el ancho cielo importunando a todos, y que a todos languidece a espada y fuego. Júpiter mismo tiembla en su presencia; los dioses se acobardan; y temblando, los ríos de la Estigia, y sus tinieblas, retroceden.
El en otro tiempo dichoso rey, al oír la voz del santo vaticinio, triste y contrariado con lo prescrito por el siniestro destino, volvió a casa a explicárselo a su esposa desconsoladamente. Pero empezaba a urgir ya el cumplimiento tétrico del infausto oráculo, conque levantaron el decorado de las fúnebres bodas de la pobre muchacha: languidecía ya la luz de la antorcha entre ceniza y humo; el sonido de la flauta zigia adquiría son de lúgubre cadencia Ludia; el canto alegre del himeneo acababa en triste gemido, y la novia enjugaba las lágrimas en su propio velo amarillo: toda la ciudad lloraba el triste destino de aquella casa, y en consecuencia se decretó luto público.
[34] Pero la obligación de obedecer los celestiales oráculos exigían ya que la pobre Psique se sometiera al suplicio. Acabadas las ceremonias de aquel fúnebre casamiento, se puso en marcha —seguido de la tristeza de todo un pueblo—, aquel funeral de una persona en la plenitud de la vida, de una Psique llorosa que cerraba el cortejo no de sus nupcias, sino de sus propias exequias. Los afligidos padres, hondamente conmovidos, retrasaban la culminación de tan horroroso trance, mientras la misma hija les reprochaba su actitud diciéndoles:
—¿Por qué atormentáis vuestra vejez con tan inconsolable llanto? ¿Por qué agotáis vuestro aliento, que es más mío que vuestro, con tan terribles sollozos? ¿Por qué desfiguráis así esos rostros que me son tan queridos? ¿Por qué laceráis mi mirada con la vuestra? ¿A qué viene tanto mesarse las canas? ¿A qué golpearos el pecho y los senos que tengo por sagrados? Ahí tenéis el pago agradecido de mi exultante belleza. Ahora es cuando os sentís maltratados, tarde ya, por el mortífero golpe de la envidia. Debisteis lamentaros cuando las gentes y las naciones nos encomiaban con honores reservados a los dioses, cuando me proclamaban a consuno como la nueva Venus. Entonces era cuando debíais haber llevado luto por mí, como si estuviera muerta ya. Solamente ahora me doy cuenta y veo claro que lo que me ha perdido ha sido el nombre de Venus. Llevadme, pues, y colocadme en la roca que el destino me tiene reservada. Ya tengo prisa por concluir estas dichosas bodas, y de ver a ese animoso marido. ¿A qué espero? ¿Por qué retardo el encuentro con quien nació para ser la perdición del mundo?
Y diciendo esto la doncella dejó de hablar y se mezcló entre el cortejo de gente que les seguía. Llegaron, por fin, hasta la roca señalada en un abrupto monte, en cuya cúspide dejaron sola a la muchacha. Apagaron con sus propias lágrimas las antorchas nupciales con que se habían alumbrado, las dejaron allí mismo, y se dispusieron a regresar a casa. Los padres, agotados de tanto llorar, se ocultaron en lo más recóndito del hogar, con la disposición de pasar una noche eterna.
Estando Psique muerta de miedo y llorando, aún en la misma roca, se levantó un suave Zéfiro que empezó por agitarle los pliegues del vestido, lo ahuecó luego, la elevó insensiblemente y, como en un susurro, la fue llevando por la ladera del monte abajo, hasta dejarla suavemente reclinada sobre una pradera cuajada de césped en flor.
LIBRO V
Sosegada ya Psique de la conmoción que sufriera, se quedó dulcemente dormida entre aquellos frescos y nemorosos parajes, recostada en un lecho de hierba estrellada de rocío hasta recuperarse en la placidez del sueño, y se despertó encalmada. Lo primero que vio fue un bosque de altísimos y frondosos árboles y una fuente de agua cristalina. En el medio, junto al regacho de la fuente, había una mansión regia, no construida por manos humanas sino con divino artificio. Ya desde el atrio a cualquiera le hubiera parecido morada luminosa y placentera de algún dios: columnas de oro, artesonados de madera y marfil delicadamente labrados, paredes recamadas de plata cincelada con escenas de animales salvajes... [...] Las demás estancias de aquella amplia y bien diseñada casa eran de incalculable valor, con sus paredes recubiertas de oro macizo que lucían con tal brillo propio, que aquella casa no dejaría de tener luz, aun cuando el sol no quisiera salir; tal era el resplandor de las habitaciones, de la entrada y de las propias puertas. El resto del mobiliario no desmerecía de la suntuosidad de la casa, de la que podría decirse que era un palacio, construido por el propio Júpiter para residencia propia entre los hombres.
[...] Mientras estaba observando con arrobo todas esas cosas, le abordó una voz sin cuerpo que le decía:
—¿Por qué te quedas aturdida ante tantas riquezas? Tuyas son. Vete pues a tu habitación, relájate en la cama, y ordena que te preparen el baño para cuando quieras. Los de las voces que estás oyendo somos tus criados, y vamos a estar cerca de ti para servirte con esmero, que cuando estés recuperada, no te han de faltar regios manjares.
[3] Al escuchar aquellas voces sin forma, Psique reconocía la dicha y la llamada de la divina providencia. Y así, después de dormir, y de la relajación del baño, al ver allí al lado una tarima semicircular, imaginose que era el lugar idóneo para la cena; se acomodó de buen grado y aparecieron al punto unas bandejas repletas de vino de néctar y de manjares, no servidas por fámulo alguno, sino como por la fuerza del viento. A nadie había logrado ver —sólo palabras sueltas—, de manera que se convenció de que tenía voces por doncellas.
Después del abundante festín, alguien entró y empezó a cantar sin dejarse ver, mientras otro, también invisible, tocaba la cítara. Más tarde llegó hasta sus oídos el canto armonioso de varias personas que, aunque no se las viera por ninguna parte, armonizaban en coro.
[4] Al terminar la agradable velada, persuadida por la agonía de la tarde, se marchó a dormir entre dos luces. Entrada que fue la noche, le llegó hasta los oídos un rumor apacible, y temiendo por su virginidad en aquella soledad, sintió un desasosiego de grima, más que por cualquier otro mal, por miedo a lo desconocido. Y es que había llegado ya el marido secreto, se había metido en la cama, había hecho a Psique su esposa, y se había marchado apresuradamente antes de que amaneciera, y al punto unas voces que esperaban tras la puerta consolaron a la nueva desposada por la virginidad perdida.
Las cosas se fueron sucediendo de esa misma manera durante algún tiempo, de modo que, como suele ocurrir cuando algo llega a ser habitual, la primera sorpresa se convirtió en placer, y el sonido de las voces en consuelo a su soledad.
A todo esto sus padres envejecían juntos en insondable duelo y abatimiento, y su situación se divulgó hasta tan lejos que llegó a oídos de las hermanas, quienes abandonaron sus hogares para acudir a consolarles.
[5] Una noche el marido se dirigió a Psique —pues aunque no podía verlo, sí podía sentir el tacto de sus manos y oírle—, y le dijo:
—Mi dulce Psique; querida esposa: la implacable Fortuna te está acechando con peligros terribles, de los que creo que has de protegerte con solícita cautela. Tus hermanas, conturbadas con la probabilidad de tu muerte, andan tras tus huellas y van a llegar pronto al roquedal; pues bien: cuando oigas sus lamentos, no respondas, ni mires atrás, porque me darías un gran disgusto a mí, y te acarrearías la ruina.
Asintió ella, y le dijo que actuaría según le decía, pero al disiparse la noche, la desgraciada se pasó el día entero gimiendo, llorando y repitiéndose que entonces era cuando se veía perdida de verdad, en cárcel de oro, alejada de todo contacto humano, y sin poder, no ya consolar la angustia
de sus hermanas, sino ni siquiera verlas. Tal cual, sin baño, sin probar bocado, y sin ningún otro consuelo, se marchó a dormir.
[6] Poco después, cuando el marido se metió en la cama, un poco antes que en otras ocasiones, viéndola todavía llorosa, le dijo entre abrazos:
—¿Y esto es lo que me has prometido? Psique querida, ¿qué puedo esperar como marido tuyo, cuando no dejas de atormentarte ni de día ni de noche, ni siquiera cuando estás entre mis amorosos brazos? Haz lo que quieras desde ahora; pero, aun cuando te encamines a tu desgracia, cuando empieces a arrepentirte, recuerda mis advertencias.
En el bien entendido de que, si no, se moriría, consiguió de su marido, tras incansables ruegos, que accediera a sus deseos de ver a sus hermanas, para calmarles la pena que sentían y hablar con ellas. Además de acceder a los ruegos de la recién casada, le permitió que les llevara el oro y las alhajas que quisiera; pero le volvió a advertir, una y otra vez, de que no se dejara persuadir por el mal consejo de intentar ver la imagen de su marido, no fuera a ser que, por una sacrílega curiosidad, se desmoronara su afortunada situación, y se quedara en adelante sin sus caricias. Le dio las gracias, y le respondió con gran satisfacción:
—Muera yo mil veces antes de renunciar a esta dulce coyunda, porque quienquiera que seas, te amo apasionadamente, tan como a mí misma, que no te cambiaría ni por el propio Cupido. Pero aún te voy a pedir algo más: te ruego que le digas a tu siervo Zéfiro que traiga a mis hermanas de la misma manera que me trajo a mí.
Colmándole de besos y palabras de halago, se ciñó a él con la totalidad de su cuerpo, y siguió diciéndole entre nuevas caricias:
—Eres mi sabor, marido; la miel de tu Psique.
Mal de su grado sucumbió el marido a aquellas zalemas de ardor y lujuria, y se comprometió a hacer lo que se le pedía; pero al aproximarse el día, se esfumó entre los brazos de su mujer.
[71 Cuando las hermanas hubieron localizado el roquedal donde habían dejado a Psique, se dieron al llanto y se golpeaban el pecho de manera tal que las paredes de aquellos valles multiplicaron en eco los gritos de su histeria, y los convirtieron en estridencia atronadora. Como se pusieron a gritar el nombre de su pobre hermana, al llegar la rotundidad de sus gritos hasta la profundidad del valle, la insensata y solícita Psique salió de la casa y les respondió:
—¿Por qué os lamentáis en vano con esos desgarradores gritos? ¿Por qué me echáis de menos, si estoy aquí? Dejad tan lúgubres voces. Y secaos esas mejillas bañadas en lágrimas, que ya podéis abrazar a la que estáis llamando.
Y requirió luego a Zéfiro, tal cual acordara con su marido, quien, obediente a la orden recibida, las trasladó sin daño ninguno en la suavidad de su brisa, y pudieron gozar de la emoción de volver a abrazarse, de modo y manera que las ya enjutas lágrimas tornaron a brotar, pero esta vez de alegría.
—Entrad —les dijo— en mi casa, bajo mi techo, y sosegaos en la compañía de vuestra Psique.
[81 Después de la bienvenida, les fue mostrando la opulencia de la casa, la abundancia de voces a su servicio, y las obsequió con un suntuoso baño y con la magnificencia de una mesa digna de los dioses. Empalagadas ya con tal abundancia de riquezas casi celestiales, empezaron a incubar una honda envidia en sus corazones. No dejaron de interesarse con malsana curiosidad por el dueño de todas aquellas suntuosidades, y por quién y cómo era su marido. Pero Psique ni infringió el pacto conyugal, ni desveló el secreto, sino que improvisó que era un muchacho apuesto, cuyas mejillas apenas se cubrían todavía de pelusa, y que se dedicaba la mayor parte del tiempo a ir de caza por los montes y los campos. Y para no irse de la lengua con algún descuido en la conversación, las cargó de oro y piedras preciosas y volvió a llamar al Zéfiro para que se las llevara de regreso.
[91 Consumado el traslado, aquellas singulares hermanas se dispusieron a volver a casa corroídas por la hiel de la envidia; hablando entre sí, una le dijo a la otra:
—¡Inicua y ciega Fortuna! ¿Cómo te puedes regodear con el hecho de que las nacidas de un mismo padre hayan tenido tan distinta suerte? A nosotras, las mayores, nos casaron con extranjeros para ser sus criadas, y hemos vivido desterradas, lejos de nuestra patria y de nuestros padres. Sin
embargo, a la más pequeña [...] le ha correspondido un dios por marido y tantas riquezas que no sabe cómo desurdirse entre tan gran cantidad de bienes como dispone. [...] Y si, encima, tiene un marido tan atractivo como dice, resulta que no ha de haber nadie más feliz que ella en el urbe todo.
[10] A lo que añadió la otra:
[...] Tú, hermana, soportarás como quieras [...] esta situación de sometimiento y de esclavitud. Lo que es yo, no voy a aguantar por más tiempo la suerte tan afortunada que le ha correspondido, precisamente, a la que menos lo merece. [...] tendríamos que encontrar entre las dos una respuesta eficaz. En primer lugar, no deberíamos enseñar a nadie, ni siquiera a nuestros padres, las cosas que nos ha regalado, ni decirles que nos hemos enterado de que está con vida. [..]
[11] Aquellas ruines dieron [...] se pusieron a llorar con fingidos pucheros; y así, avivando el dolor de los padres, lograron que cayeran en la mayor desesperanza; ellas, en su delirio, volvieron a sus casas a tramar su infame maquinación, o mejor, a preparar un verdadero parricidio contra su inocente hermana.
Entretanto, el marido, al que todavía no conocía la muchacha, le iba advirtiendo en aquellas nocturnas conversaciones:
—¿No te das cuenta del peligro que te acecha? Desde hace tiempo te está amenazando la Fortuna, y como no te protejas con firmeza, muy pronto vas a tener que enfrentarte. Esas pérfidas arpías se están empeñando en hundirte en la miseria; lo peor que están maquinando es lo de persuadirte de que llegues a verme la cara, y ya sabes que te he dicho que no volverás a verla, si lo consigues una sola vez. Así pues, si, después de esto, esas vulgares lamias vuelven —que vendrán, te lo aseguro—, dispuestas a poner en práctica su malquerencia, no les des pie; y si por la ingenuidad de la ternura de tu alma no pudieras soportarlo, por lo menos no des oídos, ni contestes a ninguna pregunta que te hagan sobre tu marido. Porque ya sabes que vamos a tener familia; y ese niño que se está gestando en tu vientre de niña será divino, si sabes guardar nuestro secreto en silencio; pero si lo divulgas, será mortal.
[12] Con la noticia, Psique se vio desbordada de felicidad; [...] Pero aquellas infames, aquellas abominables Furias, navegaban de vuelta con impía rapidez, destilando veneno de serpiente. Y el marido, a ratos, entonces, le volvió a advertir a Psique:
—El postrero día, el momento decisivo, ha llegado ya [...]. Tus malvadas hermanas, con la espada levantada, tratan de alcanzarte en la garganta: ¡Cuántas calamidades nos acechan, querida Psique! Compadécete de ti y de mí con tu sagrado comedimiento, y líbranos a la casa de tu marido, a ti misma, y a nuestro pequeño, de la inminente catástrofe. No se te ocurra ni ver ni oír a esas perversas hermanas tuyas a las que, por el odio que te tienen —rotos los lazos que a ellas te unen— no se te va a permitir llamar hermanas [...].
[13] A lo que contestó Psique con palabras entrecortadas por sollozos y lágrimas: —Creo que desde hace ya mucho tiempo te he dado pruebas de mi fidelidad y discreción; y ahora vas a conocer la firmeza de mi carácter. Tú sólo tienes que ordenarle a Zéfiro que cumpla con su parte para que, en compensación a la ausencia que padezco de tu sagrada imagen, pueda, por lo menos, contemplar a mis hermanas. [...]. Hechizado el marido con esos halagos y los abrazos consiguientes, le dio palabra, enjugándose las lágrimas con los cabellos, de que así lo cumpliría; y antes de que naciera la luz del día, se marchó.
[14] La pareja de hermanas, confabuladas como estaban en la intriga, marcharon, con la mayor rapidez que les fue posible, desde las naves hasta la ya conocida peña, sin pasar por la casa de sus padres, y se lanzaron temerariamente al vacío, sin esperar al viento que habría de llevarlas. Pero Zéfiro no se había olvidado del mandato regio y, aunque de mala gana, las posó en el suelo, después de sostenerlas en el seno de su ventolera. Entraron descuidada y precipitadamente en la casa, abrazaron a su víctima con el engañoso título de hermanas y, encubriendo con un rostro risueño el cúmulo interior de malicia escondida, la halagaban así:
—Ahora, Psique, que ya no eres tan niña, puesto que vas a ser madre, no te imaginas el valor del regalo que nos estás trayendo con el fruto de tu vientre: ¡qué contentos se van a poner los de
casa! ¡Dichosas nosotras! ¡Lo que vamos a gozar dándole de comer a un niño tan precioso!; porque si, como es de esperar, tiene la belleza de los padres, habrá de nacer, sin duda, otro Cupido.
[15] Conquistaron la voluntad de su hermana con semejante simulación de afecto, y al instante les ofreció asiento para que descansaran del camino, [...] Pero la perversidad de aquellas mujeres no se dulcificó con las cadencias de la música, sino que, como quien no quiere la cosa, desviaron la atención hacia la trampa que le tenían preparada: empezaron por preguntarle cómo era su marido, de qué familia, de qué alcurnia. Ella, que tenía olvidada su primera versión, se inventó otra diferente con una gran ingenuidad: les dijo que su marido era un comerciante muy rico de una provincia vecina, de mediana edad, y con alguna que otra cana. [..]
[16] Mientras volvían a casa en alas del suave aliento del Zéfiro, iban debatiendo entre ellas: —¿Y qué opinas tú de la mentira que nos ha dicho esa sosa? Hace pocos días era un joven imberbe todavía, y ahora resulta que es de mediana edad y luce canas. ¿Quién debe de ser ese que ha llegado en tan poco tiempo a una vejez repentina? No cabe, hermana, más que, o se la ha inventado la desgraciada, o que no sabe cómo es su marido. Cualquiera que sea la verdad, tenemos que despojarla cuanto antes de sus riquezas, porque si no conoce la cara de su hombre, está claro que se ha casado con una divinidad, y que en su estado de embarazo nos va a parir un dios. Y si llegara a oír que un niño divino le llama madre —que está por ver—, yo me cuelgo al punto de una soga. Volvamos ahora a casa de nuestros padres, y urdamos una trama a propósito para nuestras intenciones.
[17] Después de saludar a los padres con arrogancia y menosprecio, pasaron la noche en vela, y muy de mañana marcharon esas perdidas hasta el precipicio, del que volvieron a descender con la ayuda del viento ya habitual. Se frotaron los párpados para provocarse abundantes lágrimas, y se dirigieron a la muchacha con estas capciosas palabras:
—En tu ingenuidad, te vemos muy tranquila, entre tanto peligro como te acecha. Tienes suerte de que nosotras atendamos tus asuntos y suframos compasivamente por tus desgracias. Porque hemos sabido de buena tinta —y no podemos ocultártelo, como confidentes que somos de tu dolor— que quien está durmiendo contigo es una serpiente de muchos y enormes nudos, con unas fauces babeantes que destilan un veneno letal. Recuerda ahora el oráculo de Pitia, que predijo que te habrías de casar con un animal de aspecto feroz. [..]
[18] Todos ellos aseguran que no va a estar cebándote con esos manjares por mucho más tiempo, sino que te devorará, como al fruto más sazonado, cuando tu embarazo llegue a la plenitud de su madurez. Ahora depende de ti: o decides —de acuerdo con tus solícitas hermanas que se desviven por tu salvación— evitar la muerte y vivir con nosotras, lejos de todo peligro, o acabas sepultada en las entrañas de animal tan fiero. Porque si a ti te gusta esta soledad con esas voces solas y acostarte a ocultas por tu deseo con un amor repugnante y peligroso, abrazada a una serpiente ponzoñosa, nosotras habremos cumplido como hermanas honestas que somos.
La pobre Psique, tan dulce y tierna como siempre, se dejó arrebatar por el horror de aquellas sombrías palabras, y olvidándose de las advertencias de su marido, y de sus propias promesas, fuera de sí, cayó en el más profundo abatimiento, y dijo, temblorosa y lívida, a sus hermanas, con voz entrecortada:
[19] —Vosotras, queridísimas hermanas, sois de las que permanecen firmes en su afecto. No creo que mientan los que os han dicho esas cosas, porque nunca le vi la cara a mi hombre, ni nunca he sabido su ciudad de procedencia. Por la noche escucho solo sus susurros sin saber nada de su ser, sino que huye de la luz; por eso, estoy de acuerdo con lo que decís de que es un monstruo. Siempre me infunde terror su presencia, y me amenaza con grandes calamidades cuando tengo curiosidad por verle. Si queréis ayudar a vuestra hermana en peligro, ahora es el momento de decidiros, pues la desidia que sigue a una determinación, es lo que suele malograr sus posibles beneficios.
Como aquellas malvadas habían ya conseguido puerta franca a la sumisión de la voluntad de su hermana, renunciaron a seguir ocultando su maquinación, así que desenvainaron la espada de sus engaños, y se echaron sobre las cavilaciones acomplejadas de la ingenua joven, [20] diciéndole:
—Ya que nuestro común origen nos obliga a cerrar los ojos a cualquier peligro que debamos arrostrar por tu seguridad, te vamos a mostrar el camino, el único, que te puede llevar a la salvación. Tienes que hacerte con una navaja bien afilada, y después de suavizarla en la palma de la mano, escóndela al lado de la cama en que sueles acostarte. Coge también una lámpara llena de aceite con luz clara, escóndela bajo algún celemín, y ocúltalo todo con mucho cuidado para que, cuando llegue dejando surcos en el suelo, se suba a la cama, se quede dormido en el primer sueño, y empiece a resoplar en invencible sopor, puedas tú salir de la cama, descalza, de puntillas, sin hacer ningún ruido, sacar la lámpara de su escondrijo de ciegas tinieblas para que, a la luz, te dejes aconsejar sobre el momento propicio a tu noble hazaña: levanta entonces la mano derecha, y de un tajo seco le separas la cabeza del cuerpo a la repugnante culebra por la vértebra de la cerviz. Y no creas que te va a faltar nuestra ayuda; al revés: cuando hayas conseguido tu salvación con su muerte, estaremos esperando en vilo: juntaremos entonces nuestras manos a las tuyas para llevarnos todas estas cosas, y te buscaremos un verdadero hombre para que te cases con él por tu voluntad.
[21] Con lo turbada que estaba, esas palabras dejaron a la pobre muchacha con el ánimo definitivamente conmocionado. Las otras, temiendo la proximidad de tan grande peligro, la abandonaron: ascendieron hasta el roquedal con la ayuda del viento, emprendieron una precipitada huida, y acabaron por alejarse en las naves.
[...] Psique quedó abandonada a la soledad de su tristeza, que fluctuaba como la marea del mar: aunque decidida y resuelta, titubeaba al iniciar los preparativos del crimen, porque, en su desgracia, se veía dividida entre amores opuestos [...] No obstante, al acabar la tarde, dispuso a toda prisa lo previsto para el perfeccionamiento del espantoso crimen.
Era ya de noche; había llegado el marido, y después de unas escaramuzas en amorosa lucha, cayó sumido en profundo sueño. [22] Psique, entonces, en constante duda, pero sostenida por la fuerza del destino, recobró las suyas, de manera que al coger la lámpara y la navaja, su debilidad se transformó en audacia. Al alumbrar con el pábilo de la lámpara los secretos del lecho, vio la más apacible y dulce fiera de todas las posibles: era el propio dios Cupido hermosamente dormido, a cuya vista hasta la luz de la lámpara se avivó, recreándose, y relumbró la navaja de sacrílego filo. Psique, disuadida por la aparición, cayó de rodillas, lívida y trémula, procurando esconder el arma, pero en su propio pecho; y lo hubiera conseguido, si no se le hubiera caído el acero, horrorizado de la infamia que iba a cometer. Abatida y sin salida ninguna, se puso a contemplar por largo rato la perfección del divino rostro, y fue reanimándose poco a poco: observaba la abundancia dorada de la cabellera perfumada con ambrosía, la blanca frente, las rosadas mejillas surcadas de cabellos rizados esparcidos en mechones, en caída hacia adelante unos, hacia atrás otros, a cuyo resplandor la misma llama de la lámpara palidecía. En la espalda del dios volador blanqueaban unas alas húmedas como flores palpitantes en las que, aunque en reposo, jugueteaban revoltosos unos plumones tiernos y delicados en constante temblor. El resto del cuerpo era tan terso y hermoso, que ni Venus podría lamentarse de haberlo parido. Al pie mismo del lecho reposaban el arco, el carcaj y las flechas, las armas todas de ese gran dios.
[23] Mientras Psique, con su insaciable curiosidad, tentaba admirada las armas de su marido, sacó una flecha del carcaj, y al palpar la afilada punta con la yema del pulgar, le temblaron las manos y se pinchó lo suficiente como para que unas gotas de sangre rodaran por la piel, y así, sin darse cuenta, cayó rendidamente enamorada de Amor. [...] el dios al darse cuenta de que habían traicionado su confianza, se desembarazó de los abrazos y de los besos de su desgraciada mujer sin decir palabra. [24] Psique se agarró con ambas manos a la pierna derecha del que se iba volando, como compañera digna de lástima en aquel viaje hacia las alturas, pegada a él con todas sus consecuencias a través de las nubes y del espacio, hasta que, agotada, cayó al suelo.
Pero el amante dios no la dejó tirada, sino que fue volando hasta un ciprés cercano, y, profundamente conmovido, le dijo así desde lo alto:
—Estoy yo, cándida Psique, desobedeciendo las órdenes que mi madre Venus me había dado, de que te hiciera arder de amor por el más miserable de los hombres para unirte a él en indigno matrimonio, al preferir ser yo mismo tu amante, y solo ahora me he dado cuenta de que he actuado a la ligera, porque siendo como soy el fogoso sagitario, me he herido con mis propias flechas haciéndote mi mujer, para que tú me tomes por un animal, e intentes cortarme con un cuchillo la cabeza, la misma que alberga unos ojos que te adoran. Ya te decía que te precavieras contra estas
cosas, y te lo volví a repetir constantemente con benevolencia. Esas magníficas consejeras que tienes son las que habrán de pagar con rigor las consecuencias de su maligna trama. A ti te voy a castigar solamente con mi huida.
Y al terminar de hablar, levantó el vuelo hacia las alturas.
[26] Al caer el día, tras azaroso caminar, (Psique) llegó por un sendero desconocido a una ciudad en la que el marido de una de sus hermanas era rey; al enterarse, intentó Psique que avisaran a su hermana de su presencia. La recibió enseguida, y, después de los abrazos de bienvenida, al preguntarle por las razones de su llegada, le contestó así:
—Ya te acordarás de que me persuadisteis de que antes de que aquella fiera que, como falso marido, se acostaba conmigo, me devorara a mí entre sus fauces, debía matarla yo con una navaja de doble filo. Pero antes, tal como habíamos convenido, pude verlo a la luz de la lámpara, y presencié un maravilloso espectáculo: era el hijo de la diosa Venus —quiero decir, el propio Cupido—, sumido en sosegado sueño; [...] y, al despertarse, me vio a mí con la lámpara y el cuchillo en las manos, y dijo:
—Marcha ahora mismo de mi lecho por la perversidad de tu crimen, y llévate tus cosas, que yo voy a contraer matrimonio con tu hermana. Y añadió entonces el nombre que supones. Al punto dio orden a Zéfiro de que me echara de los confines de la casa.
[27] Inmediatamente después de oír lo que le decía Psique, le entró la comezón de una envidia y una lujuria malsanas; fue a su marido con una mentira ingeniosamente urdida —como si se hubiera enterado de algo sobre la muerte de sus padres—, partió en una nave, de allí al roquedal, y, aunque soplaba otro viento distinto, se echó al vacío con entera confianza, diciendo:
—Recíbeme, Cupido, como a tu digna esposa; y tú, Zéfiro, acógeme como a señora tuya.
Pero ni siquiera muerta pudo quedarse en aquel lugar, porque, con los golpes que recibió contra las peñas, sus miembros quedaron desparramados por todos lados, y sus entrañas desgarradas fueron inesperado pasto para las aves y demás fieras, tal como merecía.
La segunda parte de la venganza no se hizo esperar, pues Psique, de vuelta a su caminar errático, llegó a la ciudad en la que vivía su otra hermana, que cayó en la misma trampa, porque queriendo adelantarse a las impías bodas de su hermana, se fue a toda prisa al roquedal, y cayó en una destrucción semejante.
[28] A todo esto Psique iba recorriendo pueblos y ciudades en la búsqueda de Cupido, quien, [..] no hacía sino lamentarse. Fue entonces cuando esa blanca ave que roza las olas del mar con sus alas, la gaviota, se sumergió hasta lo más profundo del océano para acercarse donde Venus estaba bañándose, y le dijo que [...] ya no había ni pasiones, ni alegría, ni galanteos, sino desaliñamiento, rudeza y grosería; ya no había ni relaciones amistosas, ni cariño por los hijos, ni nuevos casamientos, sino desdén y desprecio por las promesas, que se dejan en el olvido. Así gorjeaba al oído de Venus aquel ave dicharachera y metomentodo en desprestigio de la fama de su hijo, a lo que Venus le contestó:
—¿Es verdad, entonces, que mi hijo tiene una amiga? Tú: la única que me sirves con prontitud: dime el nombre de la que ha seducido a ese niño todavía imberbe. ¿Es una ninfa, una de las Horas, es acaso del coro de las Musas, o una de las Gracias de mi comitiva?
Pero no se calló aquel pájaro hablador, y continuó:
—No lo sé, Señora: creo que está perdidamente enamorado de una muchacha que, si no recuerdo mal, dicen que se llama Psique.
Entonces Venus, indignada, exclamó a gritos:
—Si es verdad que está enamorado de esa desvergonzada de Psique, la rival de mi hermosura y de mi nombre, es que ese niñato me ha tomado por una alcahueta, porque se la presenté yo para que la conociera.
[29] Emergió entonces del mar a voz en grito, se fue directamente a su dorado tálamo, y al encontrar a su hijo maltrecho, como le habían asegurado, le espetó vociferando desde la entrada:
—¡De menudo sentido común, muy digno de nuestra familia, has hecho gala, al pisotear las órdenes de tu madre, mejor dicho, de tu Señora! No contento con dejar de atormentar a mi enemiga
con sórdidos amores, ¡a tu edad!, tenías que unirte a ella en licenciosos e imprudentes abrazos, para que tenga que cargármela yo de nuera. [.[.] Pero voy a hacer que te arrepientas de tus juegos; vas a sentir la acidez y la amargura de tus bodas. [..]
[31] Después de esta andanada de palabras, salió afuera rezumando bilis y cólera. Al poco rato se encontró con Ceres y Juno, que al verla con la cara congestionada, le preguntaron que por qué desfiguraba así la hermosura de sus brillantes ojos con tan ceñudo entrecejo, y ella les respondió:
—Me venís al pelo para conseguir lo que más desea mi apasionado pecho; buscadme con todos vuestros posibles a una tal Psique, que se ha dado a la fuga; porque sin duda no ignoráis los escándalos que se han producido en mi casa, a los que no ha sido ajeno mi hijo.
Ellas, que no desconocían lo que había pasado, intentaron apaciguar la ira desbordada de Venus:
—¿Qué escándalos ha cometido tu hijo como para que te opongas con tal vehemencia a sus gustos, intentando destruir a quien ama? Dinos, a ver, qué crimen comete mirando con buenos ojos a una hermosa muchacha. [..]
Pero Venus, encorajinada al ver que tomaban a la ligera sus ofensas, las dejó plantadas, y tomó el camino del mar con paso airoso.
LIBRO VI
Mientras tanto Psique, que no paraba de ir de un lado para otro, día y noche, en busca del rastro de su marido, cuanto más desesperada estaba, se empellaba con mayor ahínco, si cabe, no ya en apaciguarle la cólera con halagos de esposa, sino en atraérselo con súplicas de esclava.
Al descubrir un templo en lo más alto del monte, se dijo:
—¿Y quién me puede decir a mí que allí no habita mi señor?
Y al punto se encaminó allá a buen paso, que, si bien es cierto, desfallecía ya por tan continuados esfuerzos, le seguía alentando la esperanza y la pasión. Cuando coronó la cima, se acercó a los altares y vio montones de haces y coronas de espigas, de trigo y cebada, mezcladas; había también hoces y todo tipo de herramientas para la recolección esparcidas por el suelo en descuidado desorden, tal y como los jornaleros suelen dejarlas cuando hace más calor. Psique las recogió con cuidado, y las ordenó según disponen los ritos, en la creencia de que no se deben descuidar ni las ceremonias del culto ni los templos de ningún dios, porque de todos se ha de recabar benevolentemente socorro.
[2] Mientras estaba poniéndolo todo en orden con sumo esmero, la vio la fértil Ceres, y exclamó desde lejos:
—¿No eres tú la pobre Psique? Pues Venus está enfurecida y afanosa tras tus huellas; ya debe estar preparándote el peor tormento imaginable, porque no deja de clamar venganza con todas las fuerzas de su deidad; [..]
Psique se postró entonces a sus pies, mojándolos con abundantes lágrimas y arrastrando los cabellos por el suelo, al tiempo que le pedía insistentemente:
—Te ruego [...], apiádate de esta desgraciada Psique que te está suplicando a tus pies: permíteme esconderme bajo esta hacina de trigo unos pocos días, los suficientes como para que la cólera inhumana de tan gran diosa se mitigue con el paso del tiempo, o, para que por lo menos pueda reponer fuerzas con unos días de descanso, que vengo desfallecida.
[3] A lo que le respondió Ceres:
—Me has dejado realmente conmovida con esas tiernas plegarias, y deseo ayudarte, pero no querría enemistarme con mi comadre, que, además de buena mujer, mantengo con ella desde antiguo una estrecha amistad. Márchate cuanto antes del recinto de estos templos, y considérate afortunada por no haberte detenido para resguardarte.
Al verse rechazada —contra lo que esperaba—, se afligió con renovada tristeza, y volvió sobre sus pasos en su largo caminar, hasta que, allá abajo, en un umbroso valle, vio un templo de atrevida arquitectura; y [...] se acercó a sus sagradas puertas, [...] Se abrazó al tibio altar, y después de enjugarse las lágrimas, la invocó de esta manera:
[4] —Hermana y mujer a la vez del excelso Júpiter: [...] sé ahora la Juno protectora de mis grandes calamidades, y líbrame del miedo en este trance de peligro, que estoy desmadejada de tantos sufrimientos, porque según tengo entendido, sueles acudir en ayuda de las preñadas que están en apuros.
A semejantes súplicas acudió Juno con toda la magnífica dignidad de su divinidad y dijo: —A fe que querría acomodar mi voluntad a lo que pides, pero la mínima prudencia no me permite contravenir los deseos de Venus, que es mi nuera, y siempre la he querido como a una hija.
[5] Con este nuevo revés de la Fortuna le entró a Psique el temor de no ser capaz de alcanzar a su alado marido: abandonada toda esperanza, deliberaba consigo misma con estas cavilaciones:
—¿Qué otro remedio a mis males voy a encontrar? ¿A quién puedo acudir, cuando ni tan siquiera los dioses, con toda su buena disposición, han podido atenderme? ¿A dónde podré marcharme, atrapada como estoy en semejantes redes? ¿Debajo de qué techo, o en qué tinieblas, me tendré que esconder para sustraerme a la mirada de la poderosa Venus? ¿Por qué no tienes el valor de un hombre, renuncias con dignidad a vanas esperanzas, y te abandonas a la voluntad de tu señora, a ver si logras mitigar con tardía sumisión la crueldad de su acoso? Quién sabe; a lo mejor el que estás buscando está en casa de su madre.
Para prepararse, pues, a tan arriesgado encuentro, o mejor, para desastre tan seguro, se puso a pensar por dónde comenzar la súplica.
[6] Venus, por su parte, renunció a seguir con más indagaciones por la Tierra, y decidió marchar a los cielos [...].
[7] Venus se dirigió entonces a las reales estancias de Júpiter, y le exigió con altivez la utilización de las facultades del dios Mercurio —el de la vibrante voz—, para su servicio, a lo que el oscuro entrecejo de Júpiter no se opuso. Al punto, pues, la Venus triunfante descendió del cielo en compañía de Mercurio, a quien embolicó con estas palabras:
—Ya sabes, hermano Arcadio, que tu hermana Venus nunca ha hecho nada sin contar con Mercurio, y no quiero ahora dejar de reconocer que no puedo dar con esa muchacha, ni sé dónde se esconde. Así que no me queda otro remedio que pedirte que pregones una recompensa para quien la encuentre. [...]
[8] No dejó de complacela Mercurio; y en cumplimiento del encargo, fue pasando por todos los pueblos, voceando el siguiente pregón:
—Al que pudiera detener en su fuga, o descubrir dónde se oculta la hija fugitiva de un rey, y a la vez esclava de Venus, que atiende al nombre de Psique, que se reúna con el pregonero Mercurio tras las columnas Murcias, que será recompensado por la información con siete suaves besos de la propia Venus, más otro, dulce como la miel, con la caricia embriagadora de la lengua.
El anuncio de tan extraordinaria recompensa que difundiera Mercurio había levantado celo tal entre los mortales, que disipó cualquier indecisión de Psique. Y al acercarse a las puertas de la señora, le salió al encuentro una criada de Venus llamada Costumbre, que se puso a decir a voces:
—¿Por fin, maldita esclava, te has dado cuenta de que tienes ama? ¿O es que con tu habitual cinismo finges no conocer las fatigas que nos ha costado tu búsqueda? Afortunadamente ya has caído en mis manos, y estás sometida a las mismísimas garras del orco, que pronto te van a adecuar castigo a tan desaforada rebeldía.
[9] La cogió entonces brutalmente por los pelos y la arrastró sin que se resistiera. Y cuando Venus vio que se la traían, y se la ofrecían en bandeja, soltó una estruendosa carcajada —como suelen hacer los que están furiosos—, y dijo luego sacudiendo la cabeza, al tiempo que se rascaba una oreja:
—¡Por fin te dignas saludar a tu suegra! [...] Mira cómo me enternezco con el encanto de tu abultado vientre, a punto de hacerme una abuela feliz con tu esclarecido retoño. ¡Dichosa de mí!, que en la flor de la vida me van a llamar abuela, al tiempo que el hijo de una vil esclava va a hacerse nieto de Venus. Pero lo que es yo, nunca lo tendré por hijo; porque no pueden tomarse como legítimas unas nupcias tan desiguales, contraídas, además, en el campo, sin testigos y sin consentimiento de los padres por lo que no tendrá otro remedio que nacer bastardo, si es que te dejamos llegar al término del parto.
[10] Dicho esto, se le echó encima, le hizo trizas los vestidos, le estiró de los pelos, le sacudió la cabeza, y acabó por echarla al suelo violentamente. A seguido, mezcló profusamente en un mismo montón trigo, cebada, mijo, garbanzos, lentejas y habas, y le aclaró:
—Me resultas tan detestable, que sólo te podrás reconciliar con tus amantes, si acabas con bien un solícito servicio: yo misma voy a probar tu valía: separa este montón desordenado de semillas y distribuye los de cada clase por separado, como es debido, para que pueda darle el visto bueno antes del anochecer.
La dejó allí ante el montón de grano, y se marchó a un banquete nupcial que tenía.
Psique ni siquiera intentó acercarse al intrincado rimero: se quedó aturdida y en silencio ante la imposibilidad de cumplir lo que se le ordenaba. Entonces una hormiga campestre, al darse cuenta de la dificultad de trabajo tan arduo, se compadeció de la malmaridada con el gran dios por la indignación que le producía la crueldad de la suegra, y fue de un lado para otro convocando a toda suerte de hormigas de los alrededores, incitándolas:
—Compadezcámonos, diligentes hijas de la tierra —origen de todo lo creado—: compadezcámonos de esa hermosa muchacha, esposa del Amor, y salvémosla a toda prisa del peligro que corre.
Una tras otra, se pusieron en movimiento verdaderas oleadas de hormigas, y separaron en un alarde de actividad el montón de granos uno a uno; y cuando los tuvieron ordenados y clasificados por especies, desaparecieron inmediatamente de escena.
[11] A la caída de la tarde regresó Venus [...] al ver la rapidez con que había acabado el encargo, le dijo:
—Ni tú, ni tus manos —desgraciada— habéis hecho este trabajo, sino aquel a quien sedujiste para tu desgracia y la suya —y se fue a dormir, no sin antes arrojarle un trozo de pan de salvado.
Mientras tanto Cupido, solo, cerrado bajo llave en el sótano de la casa, continuaba detenido para que no se agravara su estado con la insolencia apasionada de su lujuria, y para impedirle el contacto con su amada. Así, separados, pero bajo el mismo techo, los amantes apuraron aquella negra noche.
En el preciso instante en que la Aurora iniciaba su cabalgada, llamó Venus a Psique para decirle:
—¿Ves aquel bosquecillo, bañado por el río, que se extiende a lo largo de la orilla, y cuyas frondosas ramas se reflejan en las vecinas aguas? Pues por allí andan pastando unas ovejas sin pastor, cuya lana es de color dorado. Quiero que cojas un vellón de esa preciosa lana y que me lo traigas, cuanto antes mejor.
[12] Y allá se encaminó Psique, no con la intención de cumplir con el mandato, sino con la de encontrar en el fondo del río el sosiego final a sus penas. Pero una caña verde, como madre que es de la melodía, inspirada por el suave murmullo de una dulce brisa, le dijo con gran sensatez:
—Por mucho que te persigan, Psique, tantas y tantas desgracias, no manches con tu desventurada muerte la santidad de mis aguas, ni se te ocurra tampoco acercarte a esas terribles ovejas, porque mientras reciben el calor de fuego del sol suelen estar poseídas por una fiera excitación, y atacan a los hombres hasta darles muerte con agudas cornadas, a golpes de testuz, e incluso con sus ponzoñosos mordiscos. Así que, cuando se haya aplacado el calor de mediodía, y el rebaño esté relajándose a la frescura del río, podrás esconderte sin miedo en ese frondosísimo plátano que bebe de las aguas a mi vera. En cuanto las ovejas estén distendidas de su furor, podrás recoger la lana dorada que se suele enganchar en los espinos entre el follaje de aquel monte bajo cercano.
[13] Así fue como una sencilla caña, bondadosa, le mostraba a la pobre Psique el camino de su salvación, [...] porque después de seguir todas sus instrucciones, pudo llevarle a Venus un considerable vellón de brillante oro con facilidad. Pero ni siquiera el peligro de esta segunda acción mereció el reconocimiento de la señora, sino que le dijo con el ceño fruncido y riendo amargamente:
—Tampoco se me oculta quién es el autor adulterino de semejante hazaña, por lo que no tengo otro remedio que probar a conciencia si estás realmente dotada de ánimo fuerte y de singular prudencia. ¿Ves el pico aquel en la parte más elevada de aquella escarpada montaña, de donde fluyen las aguas de la fuente oscura que se recogen en la cuenca de ese valle, para regar luego las lagunas Estigias y nutrir los torrentes del Cocito? Pues me tienes que traer esta vasija llena de agua del mismo manantial de donde sale el agua helada.
Le dio una jarra de cristal, al tiempo que le conminaba con las peores amenazas, y se marchó luego.
[14] Empezó a subir con paso decidido la ladera de la altísima montaña, en la seguridad de que en lo alto habría de encontrar el fin de su desgraciada vida. Al llegar a los aledaños de la cima se dio cuenta de la insalvable dificultad de la empresa, [...] Había unos dragones terribles que, desde cuevas excavadas en la misma roca, serpeaban sus largos cuellos a derecha e izquierda, con los ojos en perpetua vigilancia y las pupilas en constante acecho. Además las aguas también se defendían hablando, porque no paraban de exclamar: ¡Apártate! ¡Qué haces! ¡Fíjate! ¡Ten cuidado! ¿A dónde vas? ¡Huye! ¡Te vas a matar! Psique se quedó petrificada por la propia imposibilidad del encargo, porque, aun sintiéndose con presencia de ánimo, se veía abandonada por los sentidos: bajo la tensión de tal peligro, carecía ya hasta del consuelo de las lágrimas.
[15] Pero la angustia de aquella alma inocente no pasó desapercibida a los ojos de la divina providencia, porque, de repente, acudió a su lado el ave real del supremo Júpiter —el águila—, con las alas desplegadas en todo su esplendor; [...] le dijo:
—Eres tan ingenua que te crees que, desprovista de alas, piensas que vas a poder, no ya llevarte, sino tocar siquiera una sola gota de esa sacrosanta y no menos temible fuente. ¿No has oído decir que los dioses, incluido Júpiter, tienen miedo de las aguas Estigias, y que si vosotros juráis por los númenes de los dioses, los dioses solemos hacerlo por la majestad de la Estigia? Anda: dame esa jarra.
La cogió firmemente apretada con las garras, batiendo como remos las cimbreantes alas a derecha e izquierda, para sortear las terribles mandíbulas y las lenguas trífidas de los dragones, y llegó hasta las esquivas aguas a las que, para salir indemne, les dijo que iba de parte de Venus a la que estaba sirviendo, gracias a lo que le fue más fácil llenar la jarra.
[16] Y así fue como Psique consiguió volver con airoso paso hasta Venus, y con la jarra llena de aquella agua.
Pero ni así se apaciguó la despiadada crueldad de la diosa, porque siguió conminándole con mayores y peores castigos, al tiempo que le decía con soma:
—Ahora sé a ciencia cierta que eres una acabada hechicera, puesto que has podido cumplir al pie de la letra las órdenes que te he dado. Pero aún te falta una por llevar a cabo: coge esta cajita —y se la dio—, y marcha con ella hasta las moradas infernales, hasta los feroces penates del Orco. Le entregas la caja a Proserpina y le dices: «Venus te ruega que le pongas en esta caja un poco de tu hermosura, aunque sea solo la de un día, pues la que tenía ella la ha perdido cuidando a su hijo enfermo, y se le ha marchitado.» Y no se te ocurra volver tarde, porque es preciso que me la ponga para acudir a la asamblea de los dioses.
[17] Entonces fue cuando Psique sintió más de cerca su destino fatal, y es que se le cayó la venda de los ojos al comprobar que se la estaba llevando a enfrentarse a una muerte segura. ¿Por qué se la obligaba, si no, a ir por su propio pie al Tártaro y a los Manes? Sin pensárselo más veces, se fue directamente hacia una torre altísima desde la que pensaba arrojarse para poder llegar hasta los infiernos por la vía más directa, pero la propia torre rompió a hablar y le dijo:
—¡Infeliz! ¿Por qué estás buscando la manera de matarte echándote abajo? Ten en cuenta que si llegase a separarse el alma de tu cuerpo, acabarías yendo, sin duda, a los abismos tártaros, pero no podrías volver de ninguna manera.
[18] Hazme caso a mí: Lacedemonia, la ilustre ciudad de Acaya, no está lejos de aquí; busca en sus confines la caverna oculta de Tenaro por unos andurriales sin caminos, donde está la lucera de Ditis. Desde las puertas entreabiertas se ve un camino no hollado. Cuando hayas atravesado el dintel, por ese mismo sendero irás a parar a la propia morada del Orco. Pero cuida de no ir de vacío por semejantes tinieblas: debes llevar en cada mano una hogaza de harina de cebada y arrope, y dos monedas en la boca. Cuando hayas hecho una buena parte del fúnebre camino, te encontrarás con un burro cojo cargado de leña, y el que lo arrea —también cojo— te pedirá que le vayas recogiendo la leña menuda que se le caiga, pero tú no le hagas caso y sigue adelante dando oídos sordos. No tardarás en llegar al río de los muertos, a cargo de Caronte, que traslada a los viajeros hasta la otra orilla en una frágil barquita, pero cobrando, [...] Conque habrás de darle de flete a ese viejo desaliñado una de las dos monedas que tienes que llevar, cuidando que sea él quien la recoja de tu boca. [...] Hay un enorme perro de tres desmesuradas y fieras cabezas que está constantemente ladrando con sus cavernosas fauces a todos los muertos, a los que ya ningún mal puede hacer, y que guarda la silenciosa casa de Ditis amenazándolos en vano entre el dintel y los oscuros atrios de Proserpina. Si le echas una de las hogazas para que se entretenga, podrás pasar sin dificultad, y llegarás por fin hasta la misma Proserpina, que te va a acoger como a una amiga, te ofrecerá cortésmente asiento, y te invitará a almorzar opíparamente, pero tú habrás de pedir solamente pan negro, y sentarte en el suelo. Luego, cuando te haya preguntado a qué has ido, y hayas recibido lo que te dé, al salir de vuelta, evita la ferocidad del perro con la otra hogaza. Más tarde le darás al avaro remero la moneda que te habías reservado, para que te vuelva a pasar el río; entonces será cuando puedas volver, por el mismo camino de la ida, hasta esta nuestra multitud de estrellas. Sobre todas las demás cosas, has de tener en cuenta —te lo advierto con la mayor escrupulosidad— sobre todo una: que no debes abrir ni indagar lo que contiene la caja que lleves, por más que te tiente la curiosidad de conocer el arcano tesoro de la hermosura divina.
[20] Con tanta minuciosidad le expuso su previsión aquella servicial torre, que no tardó Psique en llegar a Tenaro, hacerse con las monedas y las hogazas, y ponerse en camino de los Infiernos. Después de pasar en silencio ante el inválido cabestrero; después de darle al barquero la moneda para que le pasara el río; [...] y de sosegar con una hogaza la tremenda fiereza del perro, llegó por fin ante Proserpina. Renunció luego al delicado asiento y a la exquisita comida que le ofrecía la huésped, se sentó a sus pies y, mientras se conformaba con una sencilla comida, le transmitió el encargo de Venus. Recibida que fue la caja —rellenada y cerrada a escondidas volvió a entretener las fauces del perro con la otra hogaza; le dio al barquero la otra moneda, y salió de los Infiernos con una gran seguridad en sí misma. Al volver a ver, y venerar otra vez la luz, aunque llevaba prisa en acabar con el encargo, se sintió tentada por una temeraria curiosidad:
—Qué boba: llevar como llevo la hermosura divina, y no soy capaz de ponerme una poca para gustarle más a mi amante.
Y diciendo esto, destapó la caja.
[21] Pero allí dentro no había ni rastro de hermosura, sino una adormidera realmente infernal, un sueño estigio, que, en cuanto se levantó la tapadera, la invadió, recubriéndole de una tan espesa niebla de sopor todos sus miembros, que la dejó sin sentido sobre el propio camino en la posición de marcha. Se quedó tan inmóvil que no parecía otra cosa que un cadáver dormido.
Cupido [...] no podía soportar por más tiempo la separación de su Psique, y se escapó por el tragaluz más alto de la habitación donde le habían encerrado y se marchó volando hasta Psique, recogió la adormidera que se volatilizara por la curiosidad de la muchacha, y la volvió a meter en la caja. A ella la despertó con la inofensiva punzada de sus flechas, y le dijo:
—¡Necia! ¡A poco te echa a perder otra vez tu curiosidad! Venga; date prisa en cumplir lo que te ordenó mi madre [...].
[22] Cupido, consumido de amor, con la faz atormentada por miedo a una repentina destemplanza de su madre, volvió a las andadas y subió a lo más alto del cielo con la ligereza de sus alas, le expuso su caso a Júpiter, y este, entonces, le dijo:
—Hijo ilustre: [...] voy a ayudarte [...].
[23] Así habló, e inmediatamente mandó a Mercurio que convocara asamblea de los dioses [..] presidida por Júpiter desde el sillón más eminente, quien abrió la sesión diciendo:
—Dioses inscritos en el registro de las Musas: ya conocéis a este muchacho que yo mismo he criado con mi afecto. He creído oportuno poner freno a los acalorados ímpetus de su primera juventud, que ya está bien de habladurías de calle sobre sus adulterios y seducciones. Hay que evitar cualquier ocasión a su lujuria juvenil, ligándolo con lazos nupciales. Ha elegido ya a una muchacha a la que ha desflorado: pues que la tenga, que la posea y que disfrute para siempre de sus amores con Psique.
Giró entonces la mirada a Venus y añadió:
Y tú, hija mía, no te entristezcas, ni temas que tu ilustre linaje se vea afectado por el matrimonio con un mortal, que ya me cuidaré yo de que el matrimonio no sea desparejo, sino legítimo, y conforme con el antiguo derecho civil.
Al punto le ordenó a Mercurio que raptara a Psique y que la llevara al cielo; y ofreciéndole una copa de ambrosía, le dijo:
—Toma, Psique. Sé inmortal, y que Cupido no se aparte nunca de este vínculo que lo une a ti, porque este matrimonio vuestro habrá de ser eterno.
[24] [.[.] Con todos esos ritos, Psique quedó en poder de Cupido, y a su tiempo nació una hija a la que llamamos Voluptuosidad.»
Traducción de José María Royo, Apuleyo, El asno de oro, Madrid, Cátedra, 1994

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